Sin secreto profesional, no hay Justicia
"El pilar que sostiene la confianza"

(Imagen: E&J)
Sin secreto profesional, no hay Justicia
"El pilar que sostiene la confianza"

(Imagen: E&J)
Por influencia anglosajona suele calibrarse el secreto profesional como una suerte de privilegio; concepto que resulta necesario deconstruir y construir de nuevo para situarlo en sus propios términos.
El secreto profesional no es una costumbre heredada, un apunte sustancial en un catálogo de potestades profesionales, ni una concesión simbólica a la abogacía. Es el pilar que sostiene la confianza entre el ciudadano y su defensa. Y sin confianza, el derecho a ser defendido se convierte en una mera ficción jurídica.
En tiempos en los que se cuestiona el valor de las garantías frente a la eficiencia, eficacia o la urgencia, conviene insistir que el secreto profesional no es tanto un privilegio del abogado, cuanto una garantía del ciudadano, verdadero depositario del derecho a que su confianza en un profesional de la abogacía sea materialmente impermeable a injerencias.
El artículo 24 de nuestra Constitución consagra el derecho de defensa como uno de los fundamentos del Estado democrático. Un derecho que incluye no solo la posibilidad de contar con un abogado, sino hacerlo con la certeza de que su palabra será escuchada en confidencia y protegida por el ordenamiento. La tutela judicial efectiva no puede entenderse sin la confidencialidad que protege la estrategia de defensa, la información compartida en momentos de máxima vulnerabilidad, la palabra del ciudadano que confía en su abogado como último refugio ante el poder del Estado, incluyendo el ius puniendi, que en democracia significa que no es un poder onmímodo.

(Imagen: E&J)
La cimentación jurídica es inequívoca
La protección del secreto profesional no es una interpretación voluntarista. Está reconocida, además de en la Constitución Española, en los principales tratados internacionales de derechos humanos. Así lo refrendan también la Declaración Universal de los Derechos Humanos (arts. 10 y ss.), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14) y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 6 y 8) o la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE (art. 7).
La abogacía es un pilar del sistema de garantías democráticas, y su ejercicio independiente, digno y libre, solo es posible si se respeta la confidencialidad como un valor sagrado.
La Constitución Española lo deja meridianamente claro: “Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”. Así comienza el artículo 24, cuyo contenido constituye el núcleo esencial del derecho de defensa en nuestro ordenamiento.
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) ya se ha pronunciado en diversas ocasiones, inclinándose por residenciar el secreto profesional en el artículo 7 de la Carta de derechos fundamentales, esto es, en el derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones. Este enfoque enfatiza que estamos ante un derecho del cliente a la confidencialidad de cualquier comunicación con su abogado, verdadero titular último de tal derecho. A mayor abundamiento, el alcance del secreto trasciende las actuaciones procesales vigentes o futuras, pues abarca también a la escena del asesoramiento extrajudicial y —aquí el notable matiz— en cualquier ámbito del ejercicio. Efectivamente, la sentencia del TJUE de 26 de septiembre de 2024, da un paso más allá, al expandir el derecho a la confidencialidad a cualquier campo de actuación.
El secreto profesional uno de los elementos que hacen efectiva esta garantía. No basta con que el ciudadano tenga formalmente derecho a un profesional de la abogacía: debe poder acudir a él sabiendo que lo que diga será protegido con la máxima confidencialidad. Esa protección no una construcción teórica, sino un escudo material, derecho del que es titular último —insistimos— el ciudadano.
Este marco jurídico se completa con una amplia cobertura en el ámbito normativo español: el Estatuto General de la Abogacía Española, en su artículo 22, consagra el deber y el derecho del abogado a preservar el secreto de todas las confidencias de su cliente y de las informaciones que conozca por razón de su actuación profesional. El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, por su parte, impone en su artículo 4.5 el deber de reserva, un principio que debe ser observado rigurosamente, no solo por respeto institucional, sino por coherencia constitucional.
Y también se expresa en el ámbito de nuestras funciones colegiales. Los Estatutos del ICAM nos imponen no solo la defensa de los intereses de la abogacía, sino —y por encima de todo— la promoción activa del Estado Social y Democrático de Derecho (art. 3.i), y la protección del ejercicio de la profesión conforme a los principios de ética, dignidad y libre competencia (art. 4.s). En otras palabras: estamos mandatados para no mirar hacia otro lado cuando se socavan las garantías que sostienen el derecho de defensa.
Por eso, defender el secreto profesional no es solo un compromiso ético, ni un principio deontológico. Es un mandato constitucional. Es una obligación institucional. Y es una responsabilidad histórica.

(Imagen: ICAM)
Una línea roja infranqueable
Sin embargo, ese derecho es recurrentemente zarandeado, en la expectativa de que caigan frutos del mismo al socaire del principio de eficacia. No solo en su simbolismo, sino en su aplicación real.
La revelación de comunicaciones protegidas entre un abogado y el Ministerio Fiscal, difundidas en una nota oficial por la propia Fiscalía Provincial de Madrid, no fue un error técnico ni una desafortunada casualidad. Fue una violación directa del secreto profesional que impacta en la doble proyección del derecho a la intimidad y al secreto de las comunicaciones, por un lado y, por otro, al derecho a un juicio justo reconocido en el artículo 47 de la Carta así como en el artículo 6 del Convenio europeo de Derechos Humanos.
Difícilmente un ciudadano puede someterse a un enjuiciamiento con garantías plenas cuando han trascendido públicamente una comunicación profesional en la que se desvela la asunción de autoría. Es más, incluso una eventual conformidad en estadio ulterior del proceso penal también estaría condicionada o impregnada por esta mácula.
Una herida abierta en la estructura misma del derecho de defensa. Y por tanto, un ataque al Estado de Derecho.
Desde el ICAM lo dijimos entonces, y lo reiteramos ahora: no puede naturalizarse que el poder institucionalice la excepción y debilite las garantías. No lo permitimos entonces, no lo permitiremos ahora. Iniciamos la acción penal no por reacción corporativa o sectorial, sino por deber constitucional, y ajena a planteamientos ad hominen. Porque cuando se vulnera el secreto entre abogado y cliente, no se daña solo al cliente; se erosiona la justicia, se desprotege al ciudadano, se abre la puerta a una deriva tan peligrosa como inaceptable, al socaire de que el fin justifique los medios.
No ha sido un caso aislado. En los últimos años hemos asistido a intentos —algunos velados, otros descarnados— de socavar la confidencialidad en el ejercicio de la abogacía: intervenciones desproporcionadas, registros invasivos, expedientes administrativos que pretendían forzar el acceso a documentación amparada por el secreto profesional.
Regulación invasiva como la DAC 6, que el TJUE ha venido a redefinir; la protección de los denunciantes que parece acabar más bien en la autodenuncia, etc. Cada uno de esos ataques no era solo una amenaza a la independencia de la abogacía; era un asalto al proceso justo, a la igualdad de armas, al equilibrio procesal que debe regir toda democracia madura. Cuando los principios jurídico-naturales del proceso se obvian en pro de un fin de efectividad superior, el Estado de Derecho adelgaza.
Frente a ello, el ICAM ha actuado con determinación: denunciamos actuaciones que vulneraban el secreto profesional ante la CNMC; pedimos al Gobierno que defendiera con firmeza esta garantía en la negociación europea de la Directiva sobre denunciantes; y, sobre todo, marcamos una línea roja: la confidencialidad abogado-cliente es un derecho supremo.
Nuestro compromiso, como Junta de Gobierno, es inquebrantable. Defenderemos esta garantía con toda la contundencia institucional, jurídica y pública que sea necesaria. Porque la abogacía no es un colectivo al servicio de sí mismo: está al servicio del ciudadano, como dique frente a la arbitrariedad, como control a la discrecionalidad, como frontera entre el poder y la libertad individual. Y ese papel solo puede ejercerse con independencia, con dignidad, pero con garantía.
La historia nos enseña que los retrocesos en derechos fundamentales no siempre llegan con estruendo, sino con avance silente cual glaciar: a veces se deslizan en la rutina, se justifican con la urgencia, se disfrazan de normalidad al socaire del hecho delictivo. Por eso es necesario actuar con firmeza, incluso cuando hacerlo se incomoda al poder. Curiosamente, esa incomodidad solo aflora cuando hay intereses políticos en juego, esos que a la Abogacía le deben ser ajenos, pues denunciar al poder cuando yerra es nuestra obligación.
Aquí tenemos que ser inflexibles, por dos razones: en primer lugar, porque el interés o el rédito político ha de resultar indiferente. Siempre que me alegan esto digo lo mismo: cambia a las personas involucradas por las de la opción política adversaria, ¿pensarías lo mismo?
Esta es la verdadera prueba de eficacia del argumento. En segundo lugar, porque permitir una sola fisura en la protección del secreto profesional es aceptar que el derecho de defensa pueda ser condicionado o maleable en función de las circunstancias, constituido entonces en una suerte de derecho menor o de segunda fila. Y eso es algo que, como Colegio, como profesión y como sociedad, no debemos permitir.
El juicio lógico o proposición deviene indudable: sin abogacía libre y protegida frente a injerencias, no hay defensa. Sin defensa, no hay justicia. Y sin secreto profesional, no hay defensa posible.
La infracción de los derechos justificada por otras realidades resulta una quimera jurídica, inadmisible en una sociedad occidental avanzada.
