El auto de apertura de juicio oral contra el fiscal general del Estado: implicaciones jurídicas e institucionales
"La imagen proyectada a la ciudadanía es bochornosa"

Para Santiago Milans del Bosch es inadmisible que Álvaro García Ortiz no haya dimitido de su cargo y acuda a la vista como fiscal general del Estado. (Imagen: Consejo de Estado)
El auto de apertura de juicio oral contra el fiscal general del Estado: implicaciones jurídicas e institucionales
"La imagen proyectada a la ciudadanía es bochornosa"

Para Santiago Milans del Bosch es inadmisible que Álvaro García Ortiz no haya dimitido de su cargo y acuda a la vista como fiscal general del Estado. (Imagen: Consejo de Estado)
La decisión del Tribunal Supremo de dictar auto de apertura de juicio oral contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos, constituye un hecho de enorme relevancia jurídica e institucional. No se trata únicamente de un episodio procesal: afecta al vértice del Ministerio Fiscal, institución clave en el sistema de justicia penal español, cuya misión principal es velar por la legalidad, los derechos de los ciudadanos y el interés público.
La apertura de juicio oral supone el paso desde la fase de instrucción a la de enjuiciamiento, y lleva consigo una fuerte carga simbólica y práctica: implica que, a juicio del instructor, existen indicios racionales de criminalidad que justifican sentar al acusado en el banquillo.
Conforme a los arts. 649 y ss. de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el auto de apertura de juicio oral no es una resolución de condena ni implica valoración definitiva de culpabilidad, pero sí conlleva una depuración previa: descarta la falta de tipicidad o la inexistencia de indicios.
En este caso, el Tribunal Supremo considera suficientemente fundada la acusación de revelación de secretos (arts. 197 y ss. del Código Penal), relacionada con la difusión de información relativa a la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Conviene recordar que, de acuerdo con el art. 783.3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, el auto de apertura de juicio oral no es susceptible de recurso alguno, precisamente para evitar dilaciones indebidas y asegurar la inmediata prosecución del proceso hacia el enjuiciamiento. Esta configuración normativa refuerza la trascendencia de la decisión, en la medida en que sitúa al acusado directamente ante el tribunal de enjuiciamiento, sin posibilidad de paralizar o revertir esta fase procesal por vía impugnatoria.
El fiscal general del Estado ostenta la jefatura de un cuerpo jerárquico y su figura es esencial para la confianza en la imparcialidad de la acción pública. Que quien dirige la Fiscalía esté procesado genera un inevitable problema de legitimidad, más allá de la estricta presunción de inocencia.
Un episodio particularmente grave y que añade un tinte casi esperpéntico a esta crisis institucional fue la reciente apertura del año judicial. El fiscal general intervino en la solemne ceremonia, en presencia de Su Majestad el Rey y precisamente ante los magistrados del Tribunal Supremo que le juzgarán en esa misma Sala.
La imagen proyectada al conjunto de la ciudadanía es, sin duda, bochornosa: erosiona la confianza en la neutralidad de las instituciones y exhibe la incapacidad de los responsables políticos para evitar la degradación del prestigio del Ministerio Fiscal.
El caso plantea varias cuestiones de fondo:
- Responsabilidad penal de los altos cargos del Ministerio Fiscal: el art. 124 CE atribuye a esta institución un papel central. La eventual condena de su máximo responsable tendría consecuencias sistémicas.
- Principio de igualdad ante la ley: el enjuiciamiento de un fiscal general ante el Tribunal Supremo es garantía de sometimiento al Derecho, evitando espacios de impunidad.
- Separación de poderes y apariencia de imparcialidad: aunque formalmente el fiscal general no pertenece al Poder Judicial, su proximidad al Gobierno y su función procesal exigen una ejemplaridad reforzada.
- Efecto de la apertura de juicio oral: en otros cargos públicos, la mera apertura ha provocado dimisiones o ceses. La comparación con jueces, parlamentarios o ministros resulta inevitable.
La experiencia comparada muestra que, en estos supuestos, el principio de ejemplaridad debe guiar la conducta de quienes ostentan altas responsabilidades. La decisión que se adopte —continuar en el cargo o apartarse— marcará un precedente relevante para el equilibrio entre responsabilidad política y responsabilidad penal en el Estado de Derecho.
