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Notas sobre la dejadez con las pulseras que debían proteger a las víctimas de violencia de género

La situación trasciende de la inoperancia al terreno de una posible vulneración de la tutela judicial efectiva

(Imagen: Amazon)

Diego Fierro Rodríguez

Letrado de la Administración de Justicia




Tiempo de lectura: 5 min

Publicado




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Notas sobre la dejadez con las pulseras que debían proteger a las víctimas de violencia de género

La situación trasciende de la inoperancia al terreno de una posible vulneración de la tutela judicial efectiva

(Imagen: Amazon)

La desidia administrativa y sus implicaciones en la tutela judicial efectiva

El sistema de protección a las víctimas de violencia de género, concebido como una pieza fundamental del engranaje jurídico-social, se enfrenta en la actualidad a una crisis de confianza que pone en tela de juicio su propia eficacia. La reciente controversia suscitada en torno al deficiente funcionamiento de los dispositivos electrónicos de seguimiento, o pulseras telemáticas, no es un mero incidente técnico, sino la manifestación palpable de una desidia administrativa que compromete principios constitucionales de primer orden. Lo anterior me sugiere que la situación trasciende la simple inoperancia para adentrarse en el terreno de una posible vulneración de la tutela judicial efectiva, un derecho que garantiza a los ciudadanos la posibilidad de obtener de los tribunales una respuesta a sus pretensiones de forma pronta y diligente, especialmente en aquellos supuestos donde la vida y la integridad física de las personas se hallan en riesgo inminente.

La presunta negligencia en la gestión de estos instrumentos de seguridad, que se desprende de las advertencias previas ignoradas por el Ministerio de Igualdad, arroja una sombra de duda sobre la diligencia debida en el cumplimiento de los deberes de protección que incumben a los poderes públicos. Entiendo que, al no atender a las deficiencias comunicadas por organismos como el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, se podría haber incurrido en una omisión de la diligencia exigible en la salvaguarda de un bien jurídico tan preciado como la seguridad de las mujeres en situación de vulnerabilidad. Ello me obliga a deducir que la responsabilidad de garantizar que las medidas cautelares de alejamiento sean operativas y fiables recae, de manera irrenunciable, en la administración pública encargada de su implementación. El cambio de proveedor del servicio, lejos de ser un simple trámite contractual, reviste una importancia capital, pues el éxito o fracaso del nuevo sistema incide directamente en la protección real de las víctimas.

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El diálogo institucional y la distribución de competencias

La cadena de comunicaciones y reproches entre distintas instituciones, evidenciada por la carta de la vocal del Consejo General del Poder Judicial, Esther Erice, pone de manifiesto una disfunción en la coordinación interinstitucional que resulta perniciosa para el sistema de protección. La presidenta del Observatorio, al responder a la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, no solo se limita a desmentir la afirmación de que no se había advertido de los problemas, sino que traza una línea clara en la distribución de competencias. Asumo que esta precisión es crucial para deslindar las responsabilidades y evitar eludir la carga que le corresponde a cada organismo. La gestión y control de estos dispositivos, según lo expuesto, recae directamente en la Administración General del Estado (concretamente, en el Ministerio de Igualdad), no en los órganos judiciales o en el Consejo General del Poder Judicial.

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El análisis de la situación revela que las advertencias no fueron incidentales ni aisladas, sino que se trataron en reuniones de alto nivel, como la del pleno del Observatorio en el mes de febrero. En dicha instancia, no solo se debatieron «de forma exhaustiva» las deficiencias, sino que se adoptaron medidas para agilizar la transmisión de las incidencias, lo que implica un reconocimiento implícito de la existencia de problemas. Ello me obliga a deducir que la negativa inicial del Ministerio de Igualdad a reconocer la existencia de las alertas previas carece de fundamento, confrontada con la documentación y los testimonios de los presidentes de las Audiencias Provinciales y otros órganos judiciales. Considero que el ejercicio de la debida diligencia no solo implica la adopción de medidas, sino también el reconocimiento de las alertas recibidas y la puesta en marcha de planes de contingencia para corregir las disfunciones.

Ana Redondo, ministra de Igualdad, asegura que las incidencias solo afectaron a procesos judiciales ya tramitados, y que «no consta que se haya producido un número elevado de sobreseimientos o absoluciones de agresores». (Imagen: RTVE)

La confianza en el sistema y el rol del Poder Judicial

La confianza en el sistema judicial y en las medidas de protección que este impone es un pilar esencial para que las víctimas de violencia de género se atrevan a denunciar y a seguir adelante con los procedimientos. La dejadez en la gestión de las pulseras telemáticas, si bien es un problema administrativo, erosiona directamente la credibilidad del Poder Judicial como garante de la seguridad de las personas. Los jueces y tribunales, al acordar una orden de alejamiento con dispositivo de seguimiento, confían en que la medida será efectiva y que el sistema funcionará de manera impecable. Ello me obliga a deducir que cualquier fallo en el eslabón administrativo de esta cadena de protección pone en riesgo no solo a la víctima concreta, sino también la percepción general de que el sistema funciona.

La remisión de informes por parte de la Audiencia de Granada y la comunicación de incidencias desde Galicia al Ministerio de Igualdad son ejemplos, unidos a manifestaciones del Consejo General del Poder Judicial y de la Fiscalía General del Estado, de cómo el Poder Judicial, al detectar las disfunciones, actuó conforme a su deber de vigilancia. No obstante, la inacción o la respuesta tardía de la administración estatal anula, de facto, la eficacia de las medidas cautelares adoptadas por los jueces. El sistema, en su conjunto, debe ser una máquina bien engrasada, donde cada pieza cumpla su función con diligencia y sin fallos. Cuando un eslabón falla, la cadena se rompe y la protección se desvanece, dejando a la víctima en una posición de vulnerabilidad que el sistema precisamente busca evitar. Por lo tanto, entiendo que la subsanación de estas deficiencias no es una cuestión de mero procedimiento, sino una obligación ética y jurídica que recae sobre los hombros de quienes gestionan estos instrumentos de protección.

Perspectivas de futuro y responsabilidad política

La situación actual exige una reflexión profunda sobre la responsabilidad política y la necesidad de una rendición de cuentas. La ministra de Igualdad, Ana Redondo, ha descartado su dimisión, argumentando que se está realizando un «gran trabajo», una afirmación que contrasta con las evidencias de las deficiencias señaladas por los organismos del propio sistema. El anuncio de un nuevo contrato para la gestión de las pulseras parece un reconocimiento tardío de que el sistema actual no funciona como debería, pero la pregunta sigue siendo por qué no se actuó con anterioridad, cuando las alertas ya habían sido emitidas. Lo anterior me sugiere que la situación se ha gestionado con una mezcla de negación y reactividad, en lugar de con la anticipación y la proactividad que demanda un tema de esta gravedad.

El principio de la responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento de los servicios públicos, recogido en la legislación, podría ser aplicable en aquellos casos en que la inacción administrativa haya derivado en un perjuicio para las víctimas. Si bien la demostración del nexo causal entre la inoperancia del sistema y un daño concreto es una tarea jurídica compleja, la existencia de múltiples fallos y las advertencias previas documentadas podrían fortalecer la posición de quienes busquen una reparación. En última instancia, la ciudadanía, y en especial las víctimas de violencia de género, tienen el derecho a esperar que los poderes públicos cumplan con su deber de protegerlas de forma efectiva y sin excusas. El sistema de protección no es un capricho político, sino una necesidad social y un mandato jurídico ineludible. Su correcto funcionamiento es la prueba del compromiso real de la sociedad con la erradicación de la violencia de género.

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