El caso de Sandra Peña 20 años después de la Circular 10/2005 de la Fiscalía
Los centros siguen activar los protocolos para preservar su reputación pese a las denuncias explícitas
(Imagen: E&J)
El caso de Sandra Peña 20 años después de la Circular 10/2005 de la Fiscalía
Los centros siguen activar los protocolos para preservar su reputación pese a las denuncias explícitas
(Imagen: E&J)
El acoso escolar, ese fenómeno persistente que erosiona la dignidad de los menores en entornos educativos, sigue desafiando al sistema jurídico dos décadas después de la Instrucción 10/2005 de la Fiscalía General del Estado.
Este instrumento, emitido el 6 de octubre de 2005, marcó un hito en el tratamiento penal y protector del bullying, reconociéndolo no como un mero incidente juvenil, sino como una vulneración grave de derechos fundamentales.
El reciente caso de Sandra Peña Villar, una adolescente de 14 años que se quitó la vida en Sevilla en octubre de 2025, tras sufrir presuntamente acoso en su colegio, invita a una reflexión profunda sobre la eficacia de aquellas directrices. Entiendo que este suceso, con sus ecos de negligencia institucional, obliga a examinar si el marco legal ha evolucionado lo suficiente para prevenir tragedias similares, o si persisten lagunas que demandan una respuesta más integrada. La Instrucción de 2005 buscaba desterrar la tolerancia hacia el acoso, comparándolo con la violencia doméstica en su capacidad para generar daños invisibles pero profundos. En el caso de Sandra, la aparente normalidad previa al suicidio –con un puente familiar sin incidentes– contrasta con el presunto hostigamiento acumulado, lo que subraya la necesidad de detectar señales tempranas.
En las páginas que siguen, se analiza el caso a la luz de la Instrucción, incorporando perspectivas prácticas y analogías con otros ámbitos del Derecho penal juvenil, con el fin de ofrecer una visión equilibrada para quienes navegamos diariamente por estas aguas jurídicas. La Instrucción de 2005 enfatizaba la subsidiariedad de la intervención judicial, priorizando acciones educativas, pero casos como este revelan que la implementación varía. Lo anterior me sugiere que, pese a avances, la coordinación entre instancias sigue siendo un reto pendiente.
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El acoso escolar, tal como se delineó en 2005, no es un concepto estático, sino uno que se manifiesta en formas variadas, desde agresiones físicas hasta exclusiones sociales deliberadas. La Instrucción lo caracterizó por su continuidad temporal, el desequilibrio de poder entre acosador y víctima, y el intento consciente de herir. En el caso de Sandra, los relatos de su familia y de otros padres revelan un patrón similar: insultos constantes, aislamiento y una supuesta líder en el grupo de compañeros que perpetuaba el hostigamiento.
La menor, según fuentes cercanas, decidió acabar con su vida inmediatamente después de salir del centro educativo, sin siquiera pasar por su hogar, lo que sugiere un detonante inmediato en el ámbito escolar. Lo anterior me sugiere que, al igual que en supuestos de violencia doméstica –donde el silencio inicial agrava el daño–, el bullying prospera en entornos donde la detección temprana falla. En el caso descrito, el colegio de las Irlandesas de Loreto no activó protocolos contra acoso ni contra conductas suicidas, pese a denuncias previas de los padres, lo que llevó a la Junta de Andalucía a remitir el caso a la Fiscalía y abrir un expediente administrativo.
Esta inacción resuena con las advertencias de la Instrucción 10/2005, que enfatizaba la necesidad de una respuesta subsidiaria pero firme desde la jurisdicción de menores, evitando que el problema se confine al ámbito disciplinario escolar. Padres denuncian casos paralelos, con acoso desde etapas tempranas, lo que invita a cuestionar si la sensibilización ha permeado uniformemente. Considero que estos elementos colectivos fortalecen la urgencia de reformas que integren prevención y sanción.

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Contexto histórico de la Instrucción 10/2005
La Instrucción 10/2005 se erigió como un instrumento para guiar a los fiscales en la tipificación y respuesta al acoso escolar, reconociéndolo como una vulneración de derechos humanos, particularmente el derecho a la educación bajo la Convención de los Derechos del Niño y la Constitución Española. Se enfatizaba la protección contra tratos degradantes, menoscabando la integridad moral, y se invocaba el artículo 15 de la Constitución para resaltar la inviolabilidad de la persona. El documento distinguía el acoso de conflictos ocasionales, exigiendo reiteración y desequilibrio de poder.
En 2005, se advertía que el silencio de víctimas y testigos perpetuaba el problema, similar a cómo en Derecho penal general, la omertà en entornos mafiosos complica las investigaciones. La Instrucción 10/2005 promovía un enfoque subsidiario: primero, intervención escolar; solo después, jurisdicción de menores para casos graves. Esta jerarquía pretendía evitar judicializar lo resoluble en el aula, pero insistía en que hechos leves reiterados merecían incoación de expediente, no mero archivo.
En retrospectiva, la Instrucción respondía a un vacío: hasta entonces, el acoso se toleraba como rito de paso escolar, ignorando sus secuelas psicológicas. Se citaban efectos como procesos depresivos prolongados que podían derivar en suicidios, un presagio sombrío ante el caso de Sandra. La Instrucción 10/2005 también extendía su vigilancia a centros de internamiento de menores, reconociéndolos como ámbitos de riesgo.
Entiendo que esta amplitud reflejaba una visión holística, donde la educación no solo transmite conocimiento, sino valores de convivencia, alineados con el artículo 27 de la Constitución. Sin embargo, 20 años después, el suicidio de Sandra cuestiona si esta sensibilización ha permeado lo suficiente en instituciones educativas, donde protocolos siguen sin activarse pese a denuncias explícitas. Ello me obliga a deducir que la evolución ha sido parcial, demandando actualizaciones.

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Análisis del caso de Sandra Peña
El trágico desenlace de Sandra Peña Villar, quien se precipitó desde la azotea de su edificio el 14 de octubre de 2025, ilustra fallos sistémicos que la Instrucción de 2005 intentaba corregir. La familia alega que el colegio conocía el acoso —evidenciado por un cambio de clase a petición insistente de la madre—, pero no intervino adecuadamente. Fuentes cercanas describen un grupo de compañeros, liderado por una figura dominante, que infligía insultos y aislamiento, culminando en un incidente escolar ese mismo día.
La Junta corroboró la inactividad del centro, remitiendo el caso a la Fiscalía para investigación penal. Padres divididos emergen en el relato: algunos niegan problemas, alabando al profesorado; otros denuncian patrones recurrentes desde infantil, con acoso por motivos socioeconómicos y falta de respuesta institucional. Una madre relata que su hija requirió tratamiento psicológico tras años de hostigamiento, resuelto solo con un cambio de aula –medida mínima, similar a la aplicada a Sandra—.
Esta dinámica evoca la «conspiración del silencio» que la Instrucción denunciaba: víctimas reacias a denunciar por miedo, testigos pasivos por contagio social o temor a represalias. En analogía con el Derecho laboral, donde el mobbing prospera en entornos de jerarquía implícita, aquí el desequilibrio entre acosadores y víctimas se agrava por la pasividad adulta. La familia planea acciones penales por omisión de deberes, buscando no solo justicia, sino prevenir repeticiones.
José Manuel López Viñuela, presidente de una asociación contra violencias escolares, califica esto como «modus operandi clásico», donde divisiones parentales diluyen responsabilidades. Su propia hija, Kira, se suicidó en 2021 por acoso similar, destacando cómo centros evitan protocolos para preservar reputación. Asumo que esta recurrencia indica que, pese a la Instrucción, barreras culturales persisten, priorizando imagen sobre protección.

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Tipificación penal y evolución
La Instrucción tipificaba el acoso grave como delito contra la integridad moral bajo el artículo 173 del Código Penal, requiriendo trato degradante y menoscabo grave. Se distinguía de faltas leves, pero insistía en que reiteraciones justificaban intervención. En casos como el de Sandra, donde el acoso presuntamente llevó al suicidio, se podría explorar inducción al suicidio (artículo 143), aunque exige dolo específico —no mera causalidad—.
Analogías con homicidio imprudente emergen si el resultado se conecta a tratos degradantes sin intención directa. Veinte años después, esta framework persiste, pero el caso revela lagunas: la Fiscalía investiga, pero la familia lamenta falta de contacto del colegio, incluso en el velatorio, donde profesores negaron conocimiento de denuncias. Medidas cautelares, como libertad vigilada con alejamiento, se recomendaban en 2005 para proteger víctimas.
Hoy, en Sevilla, la remisión a Fiscalía sugiere potenciales medidas similares, pero la tardanza inicial del centro subraya la necesidad de comunicaciones interorgánicas más ágiles. La Instrucción promovía remisión de testimonios a directores escolares, incluso para menores de 14 años —edad común en bullying—. En Sandra, de 14 años, esto aplica directamente, pero testimonios de acoso desde infantil indican que intervenciones tempranas podrían haber alterado el curso.
Considero que la evolución legislativa, influida por reformas en protección infantil, ha fortalecido estos mecanismos, aunque casos como este evidencian implementación irregular. Lo anterior me sugiere que integrar elementos probatorios digitales, como mensajes, podría robustecer tipificaciones en contextos modernos.

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Responsabilidad civil y protección de las víctimas
La responsabilidad de centros educativos, subsidiaria en la Instrucción, se anclaba en el artículo 1.903 del Código Civil o el 120 del Penal, por negligencia en vigilancia. En el caso de Sandra, la inactividad —no activar protocolos pese a conocimiento— podría generar demandas civiles, similar a sentencias que condenan centros por acoso. Una analogía con responsabilidad extracontractual en accidentes laborales: omisiones culposas generan indemnizaciones por daño moral, como humillación y depresión.
La familia busca asesoría legal para evitar repeticiones, alineado con la Instrucción que enfatizaba reparación y mediación en casos leves. Protección de víctimas, eje central en 2005, incluía notificaciones a padres y aplicación de leyes de testigos. Hoy, con Sandra, la concentración silenciosa ante su portal simboliza demanda social de mayor tutela.
Debe tenerse presente que la Instrucción 10/2005 advertía efectos en testigos mudos, fomentando entornos de paz educativa. Veinte años después, divisiones parentales y reseñas anónimas sugieren que el miedo persiste, demandando enfoques restaurativos más robustos. Entiendo que extender responsabilidades a centros podría disuadir negligencias, pero requiere equilibrio para no sobrecargar el sistema educativo.
Asumo que integrar terapias para víctimas en resoluciones judiciales fortalecería la protección, similar a protocolos en violencia de género.
Reflexiones finales sobre prevención
La Instrucción abogaba por prevención primaria en escuelas, subsidiaria a judicialización. El caso de Sandra, con su altar improvisado y alumnos observándolo, resalta cómo normalidad aparente oculta crisis. Expertos como López Viñuela insisten en que todo es gris en bullying, dependiendo de afectación personal.
Considero que integrar protocolos obligatorios, con sanciones administrativas, podría cerrar brechas. Analogías con tolerancia cero en violencia de género sugieren traslados similares al acoso escolar, matizados por principios juveniles. La evolución de 20 años muestra avances en conciencia, pero fallos en ejecución.
En suma, el suicidio de Sandra Peña urge actualizar respuestas, fusionando rigor penal con empatía educativa, para que tragedias así no definan nuestro sistema. Lo anterior me sugiere que fomentar diálogos interinstitucionales podría prevenir, priorizando el interés superior del menor.


