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De vez en cuando brotan de la toga voces dignas y arrogantes

"El despertar de la abogacía durante la Transición"

Transición Española. (Imagen: Archivo)

Lidia Soto García

Funcionaria de la Administración General del Estado




Tiempo de lectura: 4 min

Publicado




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De vez en cuando brotan de la toga voces dignas y arrogantes

"El despertar de la abogacía durante la Transición"

Transición Española. (Imagen: Archivo)

Corrían los años setenta y el Seat 600 era el coche de moda. De hecho, lo llamaban «el ombligo» porque todo el mundo tenía uno. En aquel momento viajaban hasta cinco en el asiento trasero, el médico te recibía fumando en su consulta y los españoles habían adoptado como himno nacional «La otra España», de Mocedades.

Fue en este contexto cuando comenzó el difícil parto de la democracia en España, mientras resonaban de fondo las palabras que Ortega y Gasset habría pronunciado en 1914: «Españoles, vuestro Estado no existe; hay que reconstruirlo».



En ese momento, la abogacía española despertaba del letargo en el que se encontraba tras más de 35 años de dictadura, cuyo final vino regido por el «De la ley a la ley, pasando por la ley pero sin tocar la ley» de Torcuato Fernández Miranda. Tras esta larga hibernación, los derechos civiles eran como un invertebrado al que todos pedían ponerse en pie, pero que carecía de esqueleto suficiente que lo sustentase.

Ante tal situación, la abogacía española se reunió en torno al Congreso de León en 1970, sentando unas conclusiones que vale la pena leer, por lo que dicen y por lo que no, con unos principios que no representan esperanzas huecas, sino que simbolizan el espíritu de renovación de la época, encarnando las aspiraciones colectivas más altas. Pedían la abolición de la pena de muerte, la libertad de expresión y de cátedra, exigiéndose todos los principios que dan nombre y apellidos a un régimen democrático.

Este congreso constituyó el primer bastión desde el que pelear la lucha por los derechos sociales. La abogacía salía así de las trincheras en las que tantos años se había visto obligada a permanecer para ser precursora de reformas y libertades. Los abogados se posicionaron.

Faltaban aún cinco años para el final de la dictadura, pero el Congreso constituyó un preludio de lo que estaba por llegar, la antesala del resurgimiento de la función social de la abogacía, el cual secundaron los más de mil abogados asistentes. Fue un ¡basta ya!, un primer aviso en una España que, por entonces, tenía forma de ring, pues no había día sin golpe.

En un momento en que el régimen franquista se desgarraba por las costuras, y en medio de una economía anémica, la abogacía se convirtió en la protagonista incuestionable. En el citado Congreso del setenta, denominado como el «Congreso de la ruptura», los abogados de entonces se levantaron en favor de derechos como la asistencia jurídica desde la detención y la igualdad de derechos para hombres y mujeres, desmontando así esa «España invertebrada» que anunciaba Ortega y Gasset a principios de siglo.

Si bien la política proporcionó a España un tejado de corte liberal, rescatándola así de la camisa de fuerza institucional, la abogacía le proporcionó la dosis de modernidad que el país necesitaba, haciendo así «camino al andar», parafraseando a Antonio Machado, con actos tan heroicos como la negación a ejercer ante el Tribunal de Orden Público, o el estar expuesto constantemente a multas, suspensión en el ejercicio de la abogacía e incluso detenciones, simplemente por ser lo que se era, en un entorno donde defender la democracia y el Estado de Derecho era un acto de rebeldía. Ni siquiera la muerte fue democrática para los cinco abogados laboralistas de Atocha 55, cuyo valor les costó sus vidas por parte de la facción más ultraderechista del régimen.

La matanza de Atocha, el momento clave de la Transición. (Imagen: RTVE)

Crónica de una frustración anunciada

El despacho era, por entonces, un fuerte, la sede donde los abogados preparaban su artillería más pesada para lanzarla contra las injusticias del sistema. Una suerte de Parlamento paralelo. Así lo describía Óscar Alzaga cuando reconocía que la Transición no fue una donación, sino una conquista de todos, y especialmente de quienes fueron sus víctimas, como fue el caso de los sindicalistas condenados por el Tribunal de Orden Público en el Proceso 1.001.

Joaquín Ruiz-Giménez, Jiménez de Parga, Jaime Miralles, María Luisa Suárez Roldán, Enrique Múgica, Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco, María Dolores González Ruiz… la lista podría ser muy larga: hombres y mujeres de Estado que, independientemente de su ideología, hablaban de España, del nosotros y del mañana con tanto ímpetu que ilusionaban. Piero Calamandrei lo expresaba así: «Cuando todos callan bajo el peso de la tiranía, de vez en cuando brotan de la toga voces dignas y arrogantes (…) en los regímenes de opresión y de degradación, en la toga radica el último refugio de la libertad».

En ese sentido, cabe hacer aquí un especial reconocimiento a las abogadas de la Transición, voces en un escenario público y político aún muy marcado por las maneras masculinas. Abogadas que, rebelándose contra una sociedad que las arrinconaba, se miraron en el espejo de Clara Campoamor, Victoria Kent, Rosa Parks o María Telo, mujeres en lucha contra la historia.

Y por fin llegó la democracia. El objetivo se cumplió con creces. España dejaba de mirar hacia dentro, y no solo se reintegró en la comunidad internacional, sino que pronto se convirtió en país de referencia. Volvió a Europa y, apenas tres lustros después, la Unión no podría concebirse sin España. Esta vez, Ortega habría asistido con fascinación al espectáculo de una España segura de sí misma y remando al unísono hacia una meta común.

También la abogacía se hizo un hueco en el panorama internacional. En 1994 se inauguraba la Delegación del Consejo General de la Abogacía Española en Bruselas, defendiendo desde entonces sus valores ante las instituciones comunitarias, en estrecha colaboración con el Consejo de la Abogacía Europea (CCBE) y compañeros ejercientes en el resto de países miembros, bajo el amparo que proporciona desde 1988 el Código Deontológico de los Abogados en la Unión Europea y, desde 2006, la Carta de Principios Esenciales de la Abogacía Europea.

La abogacía ha pasado así de la épica de los setenta, donde todos fuimos héroes de un consenso histórico, a la lírica de los ochenta, donde las libertades echaban raíces en nuestro país, para asentarnos después en la prosa democrática. De esta forma, la abogacía ha sido durante todos estos años, para bien o para mejor, fuerza reivindicadora de derechos fundamentales de los ciudadanos.

Es por eso que recoger la herencia que nos dejaron los abogados de la generación del setenta y ocho se vuelve hoy cuestión urgente. Somos los herederos de una tradición de juristas, donde quien no se movía no salía en la foto, parafraseando a Alfonso Guerra. Solo moviéndonos, solo retomando el ánimo combativo de quienes nos precedieron, podremos traspasar a las próximas generaciones el legado que los padres constituyentes nos dejaron. De no ser así, los años venideros no serán sino la crónica de una frustración anunciada, como diría Gabriel García Márquez.

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