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A la deriva con la prueba informática: el Supremo relaja el estándar probatorio de las capturas de ‘WhatsApp’

La pericial informática debe estar sujeta a las mismas exigencias que una prueba pericial biológica

Víctor Ávila

Abogado penalista




Tiempo de lectura: 6 min

Publicado




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A la deriva con la prueba informática: el Supremo relaja el estándar probatorio de las capturas de ‘WhatsApp’

La pericial informática debe estar sujeta a las mismas exigencias que una prueba pericial biológica

En el último año hemos sido testigos de una evolución jurisprudencial preocupante en torno a la valoración de la prueba digital. Las recientes sentencias del Tribunal Supremo —STS 116/2025 de 13 de febrero, STS 603/2025 de 1 de julio, y STS 629/2025 de 7 de julio— han flexibilizado notablemente los requisitos para su admisión, rebajando peligrosamente el estándar probatorio que hasta ahora garantizaba un mínimo de fiabilidad técnica.

En un contexto donde las pruebas informáticas y de mensajería digital ocupan un papel central en muchos procesos penales, es fundamental que la comunidad jurídica reflexione sobre los criterios que nuestros tribunales, y en particular el Tribunal Supremo, están aplicando para su valoración.



Desde la tan famosa STS 300/2015, de 19 de mayo, el Alto Tribunal había marcado una pauta clara: las pruebas digitales deben ser tratadas “con todas las cautelas”, dada su naturaleza potencialmente manipulable. La sentencia, pionera en su momento, advertía de los riesgos inherentes a sistemas de mensajería como WhatsApp o redes sociales, subrayando que la suplantación de identidad y la edición de contenidos son fenómenos perfectamente posibles y frecuentes.



El Tribunal estableció que, cuando se aportan capturas de pantalla como prueba, recae sobre quien las propone la carga de demostrar su autenticidad. Para ello, consideraba imprescindible la práctica de una pericial informática que acreditase el origen del contenido, la identidad de los interlocutores y la integridad de la conversación. Esta doctrina, sólida y garantista, respondía con sensatez al contexto tecnológico emergente.

Sin embargo, la STS 375/2018, de 19 de julio, introdujo una matización relevante. Si bien reafirmaba la necesidad de una prueba pericial en caso de impugnación, permitía prescindir de ella cuando no existiesen dudas razonables o cuando otros elementos del proceso sirvieran para corroborar la autenticidad del contenido. Así se abría la puerta a una primera flexibilización, que ponía el acento en la valoración judicial contextual más que en la verificación técnica.

La línea se desplazó aún más en la STS 332/2019 de 27 de junio. En esta resolución, se invirtió el principio establecido en 2015: ya no se exige al proponente una acreditación rigurosa de la fiabilidad de la prueba digital, sino que se presume su autenticidad, salvo impugnación expresa y técnicamente fundamentada por parte de la defensa. El rigor técnico cedía terreno a la presunción de validez, debilitando así el control judicial sobre pruebas altamente susceptibles de alteración.

Paradójicamente, fue la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo la que, en la STS 90/2021 de 7 de octubre (ECLI:ES:TS:2021:3661), volvió a poner de relieve la necesidad de cautela. En esta sentencia se recordaba que las capturas de pantalla no bastan por sí solas para fundar una condena, dada su evidente manipulabilidad. La Sala insistía en la necesidad de un informe pericial que garantice la autenticidad, la autoría y la integridad de los contenidos aportados.

(Imagen: E&J)

A comienzos de 2025, la STS 116/2025, dictada en un proceso por pornografía infantil, volvió a reabrir el debate. En ella, el Tribunal concluyó que no era suficiente con una impugnación genérica de la prueba digital, exigiendo que se razonase el motivo de la objeción y permitiendo incluso a la acusación subsanar la ausencia de prueba pericial en un momento procesal posterior.

Esta doctrina resulta preocupante. Como es sabido, el momento adecuado para que la acusación proponga su prueba pericial es el de las calificaciones provisionales. La defensa, por su parte, tiene un margen más amplio para incorporar prueba, siempre que no se cause indefensión a la parte contraria. Equiparar ambas posiciones rompe con los principios del proceso penal acusatorio, donde las cargas no son simétricas. Permitir que la acusación corrija su estrategia tras la respuesta de la defensa rompe el equilibrio procesal y vulnera el derecho de defensa, tal y como recordó el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en su sentencia de 9 de noviembre de 2022 (Sala Cuarta), al advertir que los cambios sustanciales en la estrategia de acusación pueden afectar gravemente la planificación y estrategia defensiva y con ello los derechos del acusado.

Las últimas sentencias, STSS 603/2025 y 629/2025 insistiendo en que la pericia informática solo es necesaria si existen indicios racionales de manipulación. En la práctica, sin embargo, esta doctrina está dando lugar a una suerte de “verosimilitud reforzada”, en la que los tribunales aceptan como auténticos mensajes digitales sin ninguna garantía técnica, simplemente porque encajan con el resto del relato probatorio.

Este enfoque subvierte la presunción de inocencia. No se exige ya a la acusación que acredite, mediante herramientas forenses, la autenticidad e integridad del mensaje; se impone a la defensa la carga de demostrar que son falsos o manipulados. Este desplazamiento resulta inconstitucional y erosiona gravemente la fiabilidad del proceso penal. Resulta cuanto menos garantista, que en este tipo de delitos las exigencias sean cada vez menos flexibles, pero que para acreditar una estafa informática sea necesario probar el número de IP, la conexión a internet, códigos IMSI, metadatos, etc., y de igual forma en delitos de daños informáticos, que se necesita una pericial para acreditar el daño. Lo normal, el estándar de prueba de cargo suficiente para condenar a una persona sin género de dudas.

En 2025, las posibilidades de alterar un mensaje digital son infinitamente accesibles. Desde programas tan básicos como Paint, hasta plataformas como Yaazyy, que permiten simular conversaciones completas con realismo total, la edición de pantallazos es trivial. Pero el riesgo va más allá: con el auge de la inteligencia artificial, ya no solo es posible falsificar textos, sino también clonar voces, generando audios que imitan perfectamente al interlocutor. Los deepfakes de voz ya no son ciencia ficción, y veremos pronto su irrupción en sala como supuestas “confesiones”.

(Imagen: E&J)

Nos encontramos ante un escenario especialmente peligroso si el Tribunal Supremo continúa relajando las exigencias de autenticidad en relación con las pruebas digitales, y en particular, las conversaciones de WhatsApp. La razón es evidente: las pruebas informáticas son, por naturaleza, altamente manipulables, lo que exige un control técnico y jurídico más estricto, no menos riguroso.

No se trata de una prueba testimonial o indiciaria, sino de una prueba objetiva, concreta, almacenada digitalmente y susceptible de verificación forense. Su apariencia de autenticidad no puede suplir la exigencia de una acreditación técnica que asegure que no ha sido alterada ni falsificada. Al igual que no se admiten pruebas biológicas sin cadena de custodia, sin análisis de laboratorio y sin contraste técnico, no puede admitirse una conversación digital como prueba de cargo sin haber pasado por una prueba pericial informática que garantice su integridad, origen y autoría.

La pericial informática debe estar sujeta a las mismas exigencias que una prueba pericial biológica: trazabilidad, intervención de las partes, contradicción y acreditación técnica con base científica. Solo así se preserva el equilibrio entre los intereses del ius puniendi del Estado y los derechos fundamentales del acusado. Aceptar lo contrario sería abrir la puerta a condenas basadas en pruebas que podrían haber sido fabricadas con un par de clics.

La jurisdicción penal debe ser la más exigente de un sistema jurídico de un Estado de Derecho, ya que en lo que está en juego es la libertad de las personas, y por ello el estándar probatorio debe ser particularmente riguroso, cumpliendo el estándar mínimo de prueba. Flexibilizar esas garantías, en nombre de la eficiencia o de una supuesta practicidad judicial, es abrir la puerta a condenas fundadas en pruebas altamente manipulables, desnaturalizando el principio de presunción de inocencia.

No estamos ante una amenaza hipotética, sino frente a un riesgo real y creciente. Es responsabilidad de los abogados actuar con la máxima firmeza técnica e impugnar con solvencia cualquier elemento probatorio digital que carezca de la debida verificación. No debemos olvidar que la carga de la prueba recae sobre la acusación, y que la presunción de inocencia exige una prueba sea suficiente y concluyente, no bastando unas meras capturas a mi juicio.

Del mismo modo que en el delito de lesiones, se exige que el denunciante reciba asistencia médica en un hospital, no siendo suficiente la fotografía de la lesión y haber sido curado por un familiar con conocimientos de medicina, también debe exigirse la autenticidad, autoría e integridad de cualquier prueba utilizada en un proceso penal. Si relajamos este umbral de exigencia estaremos abriendo la puerta a causas basadas en pruebas generadas por inteligencia artificial o deepfake. Lo estamos viendo ya con los deepfakes de contenido sexual, cuya urgente tipificación penal es objeto de debate; pero este mismo mecanismo puede emplearse para fabricar audios, imágenes o mensajes falsos con fines incriminatorios.

La respuesta correcta es retomar el camino marcado por la STS 300/2015, , que ya advertía de forma contundente sobre los riesgos inherentes a este tipo de pruebas. Diez años después, esa cautela no solo sigue siendo válida: es más necesaria que nunca. Flexibilizar el control sobre la prueba digital es poner en juego la esencia misma del derecho penal garantista.

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