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Límites a la inspección de Hacienda. El Instituto de la prescripción y la Doctrina de los actos propios

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Límites a la inspección de Hacienda. El Instituto de la prescripción y la Doctrina de los actos propios



Por Juan Carlos Marín Mullor. Abogado y Auditor. Socio Dictum Abogados

 



El objeto del presente artículo es delimitar, al hilo de dos resoluciones de la Audiencia Nacional y otra del Tribunal Supremo, el ámbito temporal de las actuaciones de comprobación e investigación realizadas por la Administración Tributaria en relación a ejercicios prescritos, la obligación del contribuyente de colaboración con la Administración en el suministro de información de ejercicios no sujetos a comprobación ya prescritos; y la aplicación a la AEAT de la doctrina de los actos propios.

Para una adecuada comprensión de la cuestión planteada, previamente, conviene analizar el concepto de seguridad jurídica. Nos encontramos ante un principio universal basado en la certeza del derecho, que –por mandato constitucional–, afecta a todos los ámbitos del ordenamiento jurídico (vid., art. 9.3 CE); que representa la garantía que tiene el individuo de que no serán atacados su persona, bienes o derechos, y que de producirse algún ataque a los mismos le serán asegurados, protegidos y reparados por la sociedad. Este principio se nutre del Principio de Primacía de la Ley –conforme al cual todo ejercicio del poder público debe someterse a la misma y no a la voluntad de las personas–, y responde al sentimiento individual que exige conocer de antemano cuáles son las consecuencias jurídicas de los propios actos.



Dicho lo anterior, es imperativo previo el estudio del régimen jurídico de la prescripción en materia tributaria, que regula la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria (LGT), en dos títulos distintos: uno general (Título II, arts. 66 a 69), para lo relativo a la deuda tributaria, aborda la prescripción para determinarla y exigir su pago, acciones liquidatorias y recaudatorias;  y otro (Título IV, arts. 189 y 190) para las infracciones y sanciones tributarias al tratar de los modos de extinción de la responsabilidad derivada de las mismas.



Existen tres cuestiones claves en la figura de la prescripción: el plazo, su cómputo, y las causas de interrupción del mismo.

El plazo de prescripción en materia tributaria es de cuatro años (art. 66 LGT); y es el previsto para todos los supuestos de prescripción: acción liquidatoria o derecho a liquidar (el que tiene la Administración para determinar la deuda tributaria); acción recaudatoria o derecho a cobrar (el que ostenta para exigir el pago de las deudas tributarias liquidadas y autoliquidadas); y el derecho a solicitar, primero, y obtener, después, las devoluciones derivadas de la normativa de cada tributo, las de ingresos indebidos y el reembolso de las garantías.

En cuanto al cómputo del plazo (por la falta de ejercicio de actividad por la Administración Tributaria), al no fijarse unas reglas específicas de cómo debe realizarse son de aplicación las reglas generales previstas en el artículo 48.2 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, para el derecho administrativo, así, con carácter general, en el artículo 5.1 del Código Civil.

Conforme al artículo 67 LGT, la prescripción del derecho a liquidar comienza a computarse a partir del día siguiente a aquel en que finalice el plazo reglamentario para presentar la correspondiente declaración o autoliquidación; y la prescripción del derecho a exigir el pago de las deudas tributarias liquidadas o autoliquidadas comienza el día siguiente a aquel en que finalice el plazo de pago en periodo voluntario para el deudor principal. Por tanto, el dies a quo está meridianamente claro.

Por lo que a las causas de interrupción del plazo de prescripción se refiere, vienen reguladas en los artículos 68.1 y 68.2 LGT: para que se produzca la interrupción de la prescripción por actuaciones administrativas se requiere el conocimiento formal de las mismas por parte de los obligados tributarios (“la eficacia de los actos requiere de su notificación formal”).

También aborda la LGT la prescripción dentro del capítulo dedicado a la extinción de las obligaciones tributarias; y lo hace inmediatamente después del pago –que es la forma más lógica y común de extinción de la deuda tributaria y, a su vez, la querida por el legislador para que se cumplan las prestaciones pecuniarias–.

El Código Civil en su artículo 1.969 establece que el tiempo para la prescripción de toda clase de acciones, cuando no haya disposición especial que otra cosa determine, se contará desde el día en que pudieron ejercitarse. Y en este sentido la LGT, como antes se avanzó, regula el dies a quo del plazo para que, si las partes se mantienen en silencio, se extingan las obligaciones por aplicación de la prescripción (art. 67).

Por su parte, el artículo 70.1 LGT establece una regla general de accesoriedad entre las obligaciones formales y las tributarias a las que se refieren: las obligaciones formales vinculadas a otras obligaciones tributarias del propio obligado sólo podrán exigirse mientras no haya expirado el plazo de prescripción del derecho para determinar estas últimas. También se prevé –en el artículo 70.2– una regulación sobre el plazo de cumplimiento de las obligaciones de conservación de documentación contable, de facturación y de suministro de información, indicando que deberá cumplirse con el plazo previsto en la normativa mercantil (para los empresarios) o para durante el plazo de prescripción de las obligaciones tributarias a que se hallen vinculados los deberes formales, si este último fuese superior. De este modo, el artículo 30 del Código de Comercio establece que los empresarios conservarán los libros, correspondencia, documentación y justificantes concernientes a su negocio, debidamente ordenados, durante seis años, a partir del último apunte realizado en los mismos, salvo lo que se establezca por disposiciones generales o especiales (v.gr., la Ley 10/2010 de prevención del blanqueo de capitales, impone su conservación durante diez años). El cese del empresario en el ejercicio de sus actividades no le exime de dicho deber, y si hubiese fallecido éste recaerá sobre sus herederos. Finalmente, en caso de disolución de sociedades, serán sus liquidadores los obligados a tal cumplimiento.

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