Los autónomos y autónomas en España: la crisis estructural que el Estado se niega a ver
Una advertencia ignorada: el derrumbe silencioso del motor económico que sostiene a España
(Imagen: E&J)
Los autónomos y autónomas en España: la crisis estructural que el Estado se niega a ver
Una advertencia ignorada: el derrumbe silencioso del motor económico que sostiene a España
(Imagen: E&J)
España vive desde hace años una crisis silenciosa que no ocupa portadas, pero que amenaza con desmantelar uno de los pilares fundamentales de su economía: el colectivo de autónomos. Con más de 3,38 millones de trabajadores por cuenta propia, de los cuales 1.249.474 son mujeres (aproximadamente un 37%) y 2,13 millones son hombres, este colectivo no solo genera una parte sustancial de la actividad productiva del país, sino que sostiene casi la cuarta parte del empleo y contribuye entre el 15% y el 18% del PIB.
Pese a su importancia, lo cierto es que los autónomos viven atrapados en un sistema que les exige cada vez más y les protege cada vez menos. Mientras el Estado presume de crecimiento y modernización, quienes constituyen la base de ese crecimiento afrontan una presión fiscal desmesurada, unos trámites administrativos que rozan lo kafkiano y un marco de protección social que los sitúa en una posición claramente subordinada respecto a los trabajadores asalariados.
Esta realidad afecta a todos, pero no de la misma forma. Las mujeres autónomas, en un país que sigue arrastrando profundas desigualdades de género, soportan además una carga adicional que las empuja a cotizar menos, ingresar menos y, en consecuencia, anticipar pensiones significativamente inferiores. Se trata de una desigualdad estructural que no se corrige con declaraciones institucionales ni con titulares optimistas.
Un colectivo que envejece sin relevo. Quizá el dato más preocupante es el que España se resiste a mirar de frente: nuestros autónomos envejecen a un ritmo acelerado, y no existe un relevo generacional preparado —ni invitado— para sustituirlos. La edad media se sitúa entre los 46 y 48 años, y casi la mitad de todos los autónomos supera los 50.
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Peor aún, más de un millón tiene ya más de 55 años, y cerca de 200.000 autónomos continúan trabajando más allá de los 64, no porque deseen prolongar su carrera laboral, sino porque la pensión que les corresponde después de décadas cotizando por bases mínimas resulta insuficiente para mantener un nivel de vida digno.
Frente a ellos, los menores de 30 años apenas representan un 7% del total. Los jóvenes no quieren —o no pueden— incorporarse al trabajo autónomo porque la ecuación económica es imposible: cuotas elevadas incluso cuando no se ingresa, fiscalidad inflexible, responsabilidad personal ilimitada, ausencia real de red de seguridad y un entorno regulatorio cada vez más intrusivo.
Si nada cambia, España corre el riesgo de perder en los próximos 10 o 15 años más de un millón de actividades económicas, con el consiguiente impacto en empleo, recaudación, competitividad y vida social de miles de municipios.
La doble discriminación de las autónomas. Aunque la crisis afecta a todo el colectivo, las mujeres autónomas se encuentran en el punto más frágil del sistema. No solo representan un porcentaje inferior (a pesar de ser mayoría en titulaciones superiores), sino que se enfrentan a dificultades y desigualdades que el Estado ha ignorado de forma escandalosa.
La realidad es que las mujeres autónomas ingresan un 20%–30% menos que los hombres, debido en parte a la concentración en sectores tradicionalmente feminizados con márgenes más bajos, a las dificultades para acceder a financiación, a la falta de apoyo institucional para conciliar y a interrupciones obligadas de su actividad motivadas por cuidado de hijos, mayores o dependientes.
Como consecuencia directa, cotizan menos, muchas veces por obligación y no por voluntad, lo que se traduce en pensiones que serán entre un 20% y un 30% inferiores a las de los hombres autónomos.

(Imagen: E&J)
Esta brecha se agrava con cada baja no cubierta, cada cuidado no remunerado y cada exigencia administrativa que sufren sin red de protección.
En España, la maternidad es un lujo que las autónomas pagan tres veces: primero con menos ingresos, luego con menos cotización y finalmente con una pensión que difícilmente les permitirá vivir con dignidad.
Un modelo fiscal y administrativo que castiga al trabajador independiente. A esta desigualdad se suma un modelo fiscal que resulta difícil de justificar desde el punto de vista jurídico y desde el punto de vista de la equidad. España exige a los autónomos pagar cuotas a la Seguridad Social aunque no ingresen, algo excepcional en el ámbito comparado europeo.
Además, se obliga a miles de pequeños emprendedores a declarar IVA aunque su facturación sea mínima, renunciando a aplicar la exención de hasta 85.000 euros que permite la Unión Europea. En la práctica, esto significa que muchos autónomos se ven obligados a adelantar un IVA que ni siquiera han cobrado, soportando un régimen sancionador desproporcionado que eleva el riesgo económico hasta niveles absurdos.
Y, por si esto fuera poco, el Estado ha decidido añadir una nueva capa de complejidad: el sistema Verifactu, que obligará a casi todos los autónomos a utilizar software homologado, registrar y encadenar facturas mediante sistemas hash, mantener trazabilidad absoluta y, potencialmente, comunicar información en tiempo real a la Agencia Tributaria.
Para un profesional liberal o un pequeño comercio con facturación variable, esto no es digitalización: es vigilancia total y aumento de costes, bajo amenaza de sanciones que pueden alcanzar los 150.000 euros.
Las futuras pensiones: una condena anunciada. La reforma del sistema por ingresos reales no soluciona el problema: muchos autónomos simplemente no ganan lo suficiente como para cotizar lo que deberían, y las autónomas ganan incluso menos.
Esto implica que la mayoría del colectivo tendrá pensiones bajas, insuficientes para una vida digna, y que una parte significativa dependerá de complementos públicos o de ayudas sociales. En una sociedad que presume de Estado del Bienestar, no deja de resultar irónico —y trágico— que quienes más contribuyen al dinamismo económico acaben siendo quienes menos protección reciben en la vejez.
La protesta y el hartazgo: un grito que ya no se puede ignorar. Las manifestaciones recientes —algo inusual en un colectivo habitualmente resignado y centrado en sobrevivir— son la prueba definitiva de que el sistema ha llegado a su límite. Los autónomos reclaman cuotas verdaderamente proporcionales, exenciones de IVA para actividades pequeñas, simplificación administrativa drástica, equiparación de derechos laborales, protección del patrimonio personal, conciliación para las autónomas y políticas reales de relevo generacional.
No piden privilegios. No piden exenciones masivas. Piden —simplemente— justicia.
No hay derecho a que un colectivo que sostiene el país sufra un abandono institucional tan flagrante. No hay derecho a que se les trate como contribuyentes de primera y ciudadanos de segunda. No hay derecho a que se ignore la brecha de género que condena a miles de autónomas a la precariedad futura. No hay derecho a que se les cargue con normativas que ninguna gran empresa soportaría sin apoyo técnico y económico.
Y, sobre todo, no hay derecho a que España mire hacia otro lado mientras su tejido productivo se deshace.
La desaparición del autónomo no será solo una pérdida económica: será un empobrecimiento social, territorial y humano.
España vive gracias a los autónomos. Los barrios viven gracias a los autónomos.
Miles de familias viven gracias a los autónomos. La pregunta es:
¿cuándo empezará el Estado a vivir para ellos?


