Validez del principio de los actos propios
Análisis de las características y soporte jurisprudencial de uno de los pilares fundamentales del Derecho de los contratos
(Imagen: E&J)
Validez del principio de los actos propios
Análisis de las características y soporte jurisprudencial de uno de los pilares fundamentales del Derecho de los contratos
(Imagen: E&J)
En Derecho existe una serie de principios que integran la base de nuestro ordenamiento y que, aunque no siempre constan por escrito en una norma legal específica, resultan de gran importancia a la hora de interpretar y de aplicar las leyes.
Buena parte de estos estos principios tienen su origen directamente en el Derecho romano, y no han dejado de evolucionar y de adaptarse a las necesidades de cada momento hasta llegar a nuestros días.
En el presente artículo abordaremos el principio jurídico de los actos propios, que constituye uno de los pilares fundamentales del Derecho de los contratos.
Significado del principio de los actos propios
La doctrina de los actos propios tiene por finalidad impedir que un actor jurídico pueda actuar de manera contraria a sus propios actos, cuando su conducta previa fue susceptible de generar en un tercero una expectativa legítima y razonable en un determinado modo de proceder.
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Tal y como el Tribunal Supremo ha tenido la oportunidad de pronunciarse en reiteradas ocasiones, por ejemplo en sus sentencias de 5 de mayo de 2016, o de 7 de mayo de 2024, “la doctrina de esta Sala sobre los actos propios impone un comportamiento futuro coherente a quien en un determinado momento ha observado una conducta que objetivamente debe generar en el otro una confianza en esa coherencia”.
Con ello, se pretende proteger las relaciones basadas en la confianza, e impedir que un cambio de criterio o de parecer de una de las partes pueda perjudicar a quien legítimamente ha confiado en una determinada situación jurídica consolidada por la vía de hecho.
La buena fe como base del principio de los actos propios
Como ya insinuábamos en el encabezamiento, el principio de los actos propios no viene recogido de forma expresa en nuestro ordenamiento jurídico, sino que deriva de la exigencia de buena fe como principio fundamental del Derecho. Éste sí, recogido explícitamente en el artículo 7.1 de nuestro Código Civil.
Así lo viene considerando la doctrina jurisprudencial en sentencias tales como la STS de 10 de mayo de 2004 o la STS de 30 de julio de 2012, entre otras muchas, al señalar lo siguiente: “Como emanación del principio de buena fe (…), se protege una fundada confianza depositada en la coherencia de la conducta futura de otra persona con la que se está en relación, mediante la inadmisibilidad del comportamiento contradictorio frente a quien ha confiado en la apariencia creada”.
De este modo, la doctrina de los actos propios tiene por fundamento impedir que alguien, de manera contraria a la buena fe, cambie sorpresivamente su manera de obrar, cuando esta alteración sea susceptible de causar un perjuicio a un tercero que confiaba legítimamente en la apariencia previamente creada y que en algunos casos pudo incluso haber llegado a actuar de forma activa conforme a dicha apariencia (STS de 18 de junio de 2020).

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Requisitos del principio de los actos propios
La apreciación del principio de los actos propios no es automática ante cualquier actuación de un sujeto que vulnere las expectativas de quien invoca la acción, sino que para que pueda prosperar es necesario la concurrencia de las siguientes circunstancias.
En primer lugar, como ya se ha señalado, resulta imprescindible la existencia de una contradicción entre la conducta previa y la pretensión posterior, de modo que ambas conductas resulten incoherentes e incompatibles entre sí (STS de 5 de mayo de 2016).
En segundo lugar, es necesario que la primera acción sea jurídicamente relevante, en el sentido de haber creado una situación o relación de derecho que no pueda ser alterada unilateralmente por quien se hallaba obligado a respetarla (STS de 9 de diciembre de 2010).
Y, en tercer lugar, resulta igualmente necesario que la conducta inicial resulte “objetivamente valorable” como exponente de una actitud definitiva en determinada situación jurídica. Esto es, que no se trate de una mera interpretación, sino que exista la certeza objetiva de que el modo de actuar previo del sujeto obrante llevaba implícita una manifestación de voluntad clara que, no obstante, se ha visto truncada en su actuación posterior. Ello, por cuanto la aplicación de la doctrina de los actos propios supone una limitación a la libertad de actuación que sólo debe operar en supuestos ciertos, para proteger los intereses de terceros de buena fe.
En este sentido, resulta ilustrativa la reciente sentencia del Tribunal Supremo de 16 de octubre de 2025, según la cual la doctrina de los actos propios precisa para su aplicación la observancia de un comportamiento “con conciencia de crear, definir, fijar, modificar, extinguir o esclarecer una determinada situación jurídica”, a cuyo efecto resulta “insoslayable el carácter concluyente e indubitado, con plena significación inequívoca del mismo, de tal modo que entre la conducta anterior y la pretensión actual exista una incompatibilidad o contradicción”.
De este modo, no será, por lo tanto, de aplicación el principio de los actos propios “cuando la significación de los precedentes fácticos que se invocan tienen carácter ambiguo e inconcreto (…), o carecen de la trascendencia que se pretende para producir el cambio jurídico”, sino únicamente cuando hacen referencia a una voluntad clara que no deja lugar a dudas.

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Aplicación de la doctrina de los actos propios
Tal y como señaló el Tribunal Supremo en su Auto de 15 de julio de 2020, “las cuestiones relativas a la aplicación de la doctrina de los actos propios en el ejercicio de los derechos y su vinculación con el concepto de la buena fe son muy casuísticas, y la posible solución dependerá siempre del caso concreto”.
Ello se debe a que, la mayoría de las veces, este principio no constituye la base de la acción jurídica, sino que contribuye a hacer prueba de la existencia de una determinada obligación. Por ejemplo, podemos recurrir a los actos propios para acreditar la existencia de un determinado contrato verbal o las condiciones en que se desarrolla la obligación, pero nuestra reclamación no se fundamentará necesariamente en la doctrina de los actos propios, sino, en este caso, en el obligado cumplimiento de los contratos, una vez acreditada su existencia o su clausulado, si tales cuestiones no fuesen pacíficas.
Es decir, este principio deviene particularmente útil para probar la existencia de una determinada obligación, contribuyendo de este modo a su cumplimiento.
En sentido similar, quien reconoce un derecho o una deuda a favor de un tercero tendrá muy complicado desdecirse posteriormente de dicho reconocimiento.
De hecho, respecto a este último supuesto, la jurisprudencia del Tribunal Supremo declara que el reconocimiento de deudas a favor de tercero produce una inversión de la carga de la prueba, donde será el deudor quien tendrá que demostrar, en su caso, la inexistencia de la deuda expresamente reconocida (STS de 5 de julio de 2012), lo cual también ostenta una gran relevancia desde la perspectiva de los actos propios.

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Figura del retraso desleal
En sentido contrario, la inacción de un actor jurídico a la hora de no hacer valer sus derechos también puede interpretarse, en algunos supuestos concretos, como una renuncia tácita a su ejercicio, lo que en términos procesales se conoce con el nombre de retraso desleal.
Al respecto, entiende el Tribunal Supremo que cuando el acreedor hubiese creado en el deudor, con sus actos, una confianza legítima en que no se va a hacer valer un determinado derecho, su ejercicio extemporáneo (aun necesariamente antes de que haya transcurrido el plazo de prescripción de la acción, para que pueda hablarse propiamente de retraso desleal) supone una “deslealtad” respecto a la “razonable confianza suscitada en el deudor acerca de la no reclamación del crédito”, lo que resulta incompatible con el principio de buena fe que debe regir las relaciones jurídicas (STS 3 de julio de 2025).
De este modo, la apreciación del retraso desleal en el ejercicio de una acción puede dar lugar a su desestimación, por contravenir lo dispuesto en el artículo 7.1 del Código Civil, según el cual “los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe” (STS de 13 de septiembre de 2016).
Limitaciones del principio de los actos propios
Sin embargo, es importante tener en cuenta que no todos los actos propios generan de manera automática una obligación jurídica, aun en el caso que en dichos actos se observen los requisitos que se han mencionado a lo largo del presente artículo.
En concreto, la jurisprudencia ha establecido que este principio tiene como límite la imposibilidad de convalidación de aquellos actos o de aquellas manifestaciones de voluntad que estuvieran viciados de validez desde su origen (actos nulos o anulables), de modo que esta doctrina en ningún caso será eficiente para subsanar dichas carencias iniciales en las que pudiera incurrir la obligación.
Así lo viene disponiendo nuestro más alto Tribunal en Sentencias tales como la de 31 de enero de 1995 (referenciada por el Tribunal Supremo en distintas resoluciones posteriores), al señalar que “el acto ha de estar revestido de cierta solemnidad, ser expreso, no ambiguo y perfectamente delimitado, definiendo de forma inequívoca la intención y situación del que lo realiza (SS. de 22 de septiembre y 10 de octubre de 1988), lo que no puede predicarse de los supuestos en que hay error, ignorancia, conocimiento equivocado o mera tolerancia”.
Este límite a la doctrina de los actos propios tiene una significancia jurídica muy relevante, pues un acto viciado de nulidad no podrá ser convalidado en virtud de dicho principio, por muy expreso e inequívoco que fuera el acto.
En este sentido, resulta reveladora, entre otras muchas, la STS de 9 de febrero de 2021, que declara la invalidez de una renuncia expresa al ejercicio de una acción de impugnación de cláusula suelo contenida en un acuerdo transaccional, “lo que impide la aplicación al caso de la reiterada doctrina de los actos propios en el sentido enervante de la acción de impugnación que pretende la recurrente”, dada la “falta de idoneidad [de dicha renuncia] para revelar o generar una vinculación jurídica”.

