Dignidad de la profesión (III): cuando la manzana podrida está dentro
“La peor falta de respeto es la que viene de dentro”

(Imagen: E&J)
Dignidad de la profesión (III): cuando la manzana podrida está dentro
“La peor falta de respeto es la que viene de dentro”

(Imagen: E&J)
En esta serie he venido hablando de cómo la abogacía pierde dignidad cuando se banaliza su función, cuando el colegio profesional se desconecta de la realidad, o cuando nos resignamos a situaciones que nunca deberían haberse normalizado.
Pero hay algo peor que el desprecio que viene de fuera. Y es el que se produce desde dentro. El que no llega del juzgado, ni del legislador, ni de la Administración, sino de otro despacho, de otro compañero, de alguien que lleva toga pero ha olvidado lo que significa.
Me refiero al sistema —cada vez más extendido— por el cual despachos que gestionan un gran volumen de asuntos subcontratan la defensa en sala a otros compañeros (colectivos o individuales) por cantidades que difícilmente cubren siquiera los costes del desplazamiento, ya no digamos el tiempo o la responsabilidad asumida.
Hablo de 25, 50 o 100 euros por intervención. Por asumir la representación de un cliente ante un tribunal. Por hacerse cargo, con toga y a riesgo propio, de una vista que puede comprometer el fondo del asunto o incluso la vida de una persona.
No se trata de un apoyo ocasional, ni de una colaboración entre iguales. Se trata de un modelo estructurado de precarización legalizada, donde el sustituto es muchas veces tratado como una figura invisible, prescindible y subordinada.
Un peón que entra y sale del juzgado sin acceso completo al expediente, sin contacto real con el cliente, sin ser nombrado en la sentencia y sin ninguna protección frente al error, pero con toda la carga del procedimiento sobre los hombros durante una hora crítica.
Y lo más grave: esto no lo hacen bancos, aseguradoras o multinacionales. Lo hacen otros abogados. Lo hacen grandes despachos que venden volumen y compran dignidad ajena a precio de saldo. Lo hacen también quienes empezaron como sustitutos, y que hoy repiten el ciclo sin cuestionarlo.
Y lo toleramos, muchas veces, porque el sistema no ofrece alternativa. Porque hay quien necesita esos 50 euros. Porque hay quien los agradece. Porque, de algún modo, hemos interiorizado que esto también es parte de ejercer. Pero no lo es.
La toga no se comparte por tramos ni se subalquila por piezas. La representación legal no puede pagarse como si fuera una carrera de mensajería (sin desmerecer en modo alguno a tal trabajo). Y la dignidad profesional no se mide por la urgencia económica de quien acepta, sino por la ética de quien ofrece.
Esta no es una cruzada contra la colaboración profesional. Es un grito contra la perversión de su sentido.
Porque el problema no es que el abogado actúe por otro, sino que lo haga por el mínimo, sin medios, sin voz y sin red. El problema no es que el bicho venga de fuera a la manzana. El problema es cuando la manzana podrida ya está dentro.
Y ahí es donde más difícil —pero más urgente— se vuelve defender la profesión.
