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La firma

La cualificación de los abogados para actuar profesionalmente en el ámbito casacional

"El abogado casacionista, una necesidad procesal"

Fachada del Tribunal Supremo. (Imagen: Archivo)

Raúl C. Cancio

Letrado del Tribunal Supremo




Tiempo de lectura: 5 min

Publicado




La firma

La cualificación de los abogados para actuar profesionalmente en el ámbito casacional

"El abogado casacionista, una necesidad procesal"

Fachada del Tribunal Supremo. (Imagen: Archivo)



La adopción de un sistema discrecional de admisión de asuntos ante las altas instancias jurisdiccionales, como fue el modelo elegido por nuestro legislador en la jurisdicción contencioso-administrativa merced a la Ley Orgánica 7/2015 supuso, necesariamente, una dificultad técnica añadida no sólo a la hora de la elaboración de los escritos de preparación e interposición, sino también en la estrategia de defensa procesal. Y es que el esquema tradicional de actuación, en el que los asuntos eran asumidos por el abogado responsable de plantear la casación una vez se dictaba la resolución susceptible de tal recurso, se torna ahora en una importante limitación en la prosperabilidad de la pretensión puesto que las lindes a las que el nuevo modelo sujeta el acceso, abocan a una estrategia de defensa mucho más amplia y coordinada como mejor garantía para satisfacer las exigencias del interés casacional objetivo.

El abogado administrativista que opera ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo se enfrenta de esta forma a un triple reto: en primer término, debe convencer a la Sección de Admisión de que la pretensión de su cliente amerita que la Sala forme jurisprudencia sobre ella. Y debe hacerlo, recuérdese, sobrevolando las cuestiones jurídicas objeto de análisis en cada procedimiento, cuyo interés decae en sí mismo pues por muy evidente que se presente la infracción del ordenamiento jurídico o de la jurisprudencia en la resolución de instancia, el acceso a su revisión en casación queda condicionado ineludiblemente a que tal pronunciamiento sirva como fin último a la formación de dicho cuerpo jurisprudencial.



En segundo lugar, debe prever las argumentaciones y/o las causas de inadmisión opuestas de contrario y, finalmente, de manera novedosa al socaire del nuevo paradigma casacional, instruir al cliente de las anfractuosidades que el asunto plantea en cuanto a su potencial «casacionabilidad», y no sólo en aquellos casos en los que, a priori, pudiera presumirse la inviabilidad de justificar con éxito la concurrencia de un supuesto de interés casacional objetivo, puesto que, en caso contrario, la notificación de la resolución de inadmisión constituye un más que probable caldo de cultivo de susceptibilidades respecto de lo aconsejable o no de haber planteado la casación en los términos en los que se hizo.

A este exigente escenario forense no fue ajena la Sala Tercera del Tribunal Supremo incluso antes de la implantación del nuevo modelo casacional, insistiéndose en las bondades de una dirección jurídica especializada en sede casacional en las jornadas, seminarios, mesas redondas y congresos que se organizaron antes de la entrada en vigor de la reforma, tesis que, sin embargo, fue casi siempre desatendida, y en ocasiones, con cajas destempladas.



Lo cierto es que estando próximos a cumplir ocho años de funcionamiento de este recurso casación, se advierte con inquietud pero sin sorpresa que, con frecuencia, el transcurso del tiempo no ha supuesto una mejora de la técnica procesal de muchos escritos preparatorios, alcanzándose un punto de inflexión ilustrativo cuando, hace unos meses, resolviendo un recurso de queja deducido contra la decisión de la sala de instancia de tener por no preparado un recurso de casación, la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso Administrativo tomó la severa pero consecuente decisión, al margen de desestimar el citado recurso, de dar traslado del auto resolutorio al Colegio de Abogados de Madrid a la vista de la acentuadamente deficiente actuación de la dirección letrada de la parte recurrente, a fin de que lo tuviere en cuenta «en orden a la organización del servicio del turno de oficio en materia de extranjería, cuyos solicitantes tienen derecho a una eficaz asistencia letrada, como establece el artículo 2.f) de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita.».



Coordinadamente, con intervención del Consejo General de la Abogacía, del Ministerio de Justicia, del CGPJ y de los agentes jurídicos y profesionales que se sientan concernidos, es hora ya de debatir seria y responsablemente sobre la procedencia de establecer una especial cualificación a los abogados para actuar profesionalmente en el ámbito casacional, de manera que esa restricción en el ejercicio de la abogacía ante el Tribunal Supremo (tanto en fase de preparación como de interposición) opere como filtro adicional de entrada, construido no tanto desde la perspectiva del órgano como sobre el reforzamiento de la tutela judicial efectiva y el derecho de acceso a los tribunales de los justiciables, que se verán respaldados por el asesoramiento técnico del más alto nivel, acorde con las exigencias preparatorias del vigente sistema casacional.

Un filtro que, por añadidura, redundaría en la protección de la referida tutela, tanto desde un punto de vista cuantitativo, al configurarse como un tamiz natural de asuntos de naturaleza exógena, al proceder de códigos y estándares establecidos por la propia abogacía, como desde un prisma cualitativo, elevándose consecuentemente el nivel técnico de los papeles que acceden a esta última instancia y, con ello y en justa reciprocidad, de las resoluciones que deben darles respuesta.

No puede ser que Francia, con su ordre des avocats à la cour de cassation et au conseil d’etat, Italia con sus avvocatto cassazionisti, los Estados Unidos y sus Members of the Bar of the Supreme Court of the U. S o, finalmente, el Reino Unido y sus ensedados miembros del King’s Counsel, yerren todos ellos al exigir una cualificación singular a los profesionales para actuar ante los estrados de sus más altas instancias. Y tampoco España habría sido ajena a esta corriente si, como acertadamente me recuerda el profesor y magistrado Díez-Picazo, el Proyecto de 30 de octubre de 1874, de reforma de la Ley Provisional sobre organización del Poder judicial de 1870, hubiera sido finalmente aprobado, pues en su trigésimo segunda Base se preveía la creación de un «(…) Colegio de Abogados de Casación; la Ley fijará el número de sus individuos y las circunstancias necesarias para pertenecer a él; los nombramientos se harán por el Gobierno. Los Abogados de casación serán los únicos que puedan ejercer su profesión en el Tribunal Supremo, pero no podrán hacerlo en los otros Tribunales de fuero común».

No siendo menor el interés que concita la justificación a la referida Base organizativa al sostener que «a semejanza de lo establecido en otras Naciones se crea un Colegio de Abogados de casación; el pertenecer a él será el más alto y codiciado premio para un Letrado que ha ejercido sabia y honradamente su profesión durante largos años. Este Senado de jurisconsultos ilustrará las cuestiones que se ventilen en el Tribunal Supremo, contribuirá poderosamente a que se declare el recto sentido de los testos (sic) legales, y podrá dedicarse con mayor empeño al estudio de los arduos problemas del derecho constituido, apartándose como en la ley se ha de prescribir de actuar en los demás tribunales.»[1]

En fin, a la maliciosa frase de que, de un tiempo a esta parte, en las grandes firmas se puede distinguir entre los abogados que saben Derecho y los que saben inglés, debería añadirse un tertium genus, el de aquellos que conocen el arcano de persuadir la curiosidad de los magistrados de la Sección de Admisión del Tribunal Supremo sobre la pretensión de su recurso de casación. Esos son los buenos.

[1] LORENTE SARIÑENA, M.; MARTINEZ PEREZ, F. y SOLLA SASTRE, M.J.: Historia legal de la justicia en España (1810-1978), Iustel, 2012 (págs..447-453).

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