El Supremo envía al banquillo al fiscal general: una decisión fundada, una decencia ausente
“Aferrarse al sillón mientras arrastra al Ministerio Fiscal”

Álvaro García Ortiz, en su comparecencia en el Senado. (Imagen: RTVE)
El Supremo envía al banquillo al fiscal general: una decisión fundada, una decencia ausente
“Aferrarse al sillón mientras arrastra al Ministerio Fiscal”

Álvaro García Ortiz, en su comparecencia en el Senado. (Imagen: RTVE)
El Auto núm. 21797/2025, de 29 de julio de 2025 de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, dictado por mayoría, confirma el auto del instructor y permite el enjuiciamiento del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por hechos que podrían ser constitutivos de delitos de revelación de secretos y prevaricación.
No se trata de una condena, ni siquiera de una imputación firme, pero sí de un juicio de racionalidad jurídica que constata que existen indicios suficientes de criminalidad que deben ser valorados en un juicio oral.
Los hechos indiciarios son conocidos y han sido minuciosamente expuestos en la resolución. No me voy a referir a ellos, pero sí a que en este contexto, la permanencia de Álvaro García Ortiz en el cargo, en la cabeza del Ministerio Fiscal, cuerpo jerárquico, no solo es insostenible jurídicamente: es éticamente escandalosa.
Porque el artículo 384 de la Ley Orgánica del Poder Judicial prevé la suspensión automática de un juez procesado por delito doloso si se dicta auto de prisión, procesamiento o apertura de juicio oral. Y aunque tal previsión no se aplica literalmente al fiscal general, el espíritu de responsabilidad que la inspira debería ser aún más exigente para quien dirige jerárquicamente a todo el Ministerio Fiscal.
Y es aquí donde conviene detenerse en la retórica tantas veces esgrimida sobre la equiparación estatutaria entre las carreras judicial y fiscal. Si fiscales y jueces deben compartir honores, derechos laborales, régimen disciplinario y emolumentos, no se entiende que solo los jueces y magistrados puedan ser suspendidos provisionalmente en razón de su procesamiento y no, en cambio, el fiscal general del Estado. Esa asimetría resulta aún más hiriente cuando el afectado no es un fiscal cualquiera, sino aquél de quien depende el resto, en defensa de la legalidad y del interés social ante los tribunales.
No es una cuestión de legalidad estricta, sino de ética institucional y personal. El Gobierno, si no se decide a cesarle, al menos podría exigirle la dimisión. Y si él mismo no la ofrece, el mensaje que se lanza es demoledor: que la cúpula fiscal puede instrumentalizar información penal, servir a los intereses políticos del gobierno, ser procesado en causa criminal grave y seguir en el cargo como si nada.
Ahora bien, el escándalo no reside solo en la erosión de la institución, sino en el daño que se hace a los fiscales que ejercen su función con rigor, imparcialidad y discreción, conscientes de pertenecer a un cuerpo jerarquizado donde el autocontrol y la mesura son una exigencia diaria. Fiscales que se cuidan de no opinar públicamente sobre estas cuestiones y que ahora ven cuestionada su credibilidad por la conducta de quien debería haber sido su referente profesional.
El verdadero desprestigio no lo causa un procedimiento judicial, sino la comisión de hechos delictivos y la negativa a asumir las consecuencias políticas del procesamiento tras el auto de transformación, procedente abreviado, ahora confirmado por la sala.
La ciudadanía puede comprender que un fiscal sea investigado. Nadie es perfecto. Lo que no puede asumir es que, frente a indicios sólidos y detallados, se siga aferrado al cargo como si nada ocurriera y siga dando órdenes sobre los fiscales, entre otros, quien actúa en la causa en la que está investigado, que ya se encargará de decir que ahí no hay delito, como lo viene haciendo.
No es el Tribunal Supremo el que ha puesto en entredicho al fiscal general, sino que ha sido este quien ha colocado a toda la institución en una posición insostenible.
Si no cabe su suspensión automática por imperativo legal, sí cabría —por decencia— su cese por el Gobierno, o su dimisión voluntaria. No hay previsión expresa que lo imponga, de acuerdo. Pero tampoco hay norma alguna que obligue a aferrarse al sillón mientras se arrastra al Ministerio Fiscal y a la carrera por el fango de la sospecha pública.
Este auto no representa ningún escándalo jurídico. Todo lo contrario: es una decisión razonada, ponderada y ajustada a derecho. La verdadera anomalía es que, con semejantes indicios —por revelación de secretos y por haber desviado los fines de una nota institucional a intereses políticos ajenos a la causa penal—, no se haya producido aún la salida inmediata del investigado de su cargo.
