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La introspección de la democracia española

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La introspección de la democracia española



La figura de Juan Carlos I ha sido -y sigue siendo- una de las más poliédricas dentro del panorama institucional en la Historia de España. Para muchos, ha sido capaz de consolidarse como héroe y como villano al mismo tiempo. Se puede resumir, a grandes brochazos, que su contribución en la instauración de la democracia en España le grajeó de un prestigio que no logró controlar.

Hijo de un personaje que permaneció ocultó en la sombra durante más de medio siglo, Juan Carlos I nació en el exilio y abandona España de la misma forma en que llegó: como un forastero. Su papel en la Transición fue de vital importancia, nadie lo puede negar. Con sus manos, y su inteligencia, ayudó a la erección del conjunto de pilares que mantienen viva la democracia española en el presente.



Es por pocos recordada la contribución del rey emérito para la inclusión de diferentes actores políticos en la paleta ideológica que acabaría conformado el Congreso de los Diputados tras la muerte de Franco. Por poner un ejemplo, fue Juan Carlos I quien se reunió en Rumanía con Santiago Carrillo -quien de verdad se encontraba en el exilio- para convencerle de que el Partido Comunista y él se subiesen al novedoso tren de la Transición. Al final, Carrillo aceptó las nuevas reglas del juego y acabó aplaudiendo a Juan Carlos I desde su asiento parlamentario.



Fue Juan Carlos de Borbón el impulsor de los primeros latidos de la democracia española. Asumió su rol en la jefatura del Estado, pivotando desde la discreción un escenario político inédito en este país. Se tuvo que enfrentar a un golpe de Estado proferido por un conjunto de militares sedientos de poder, solventándolo con un coraje y firmeza ejemplares.

Ahora la presencia del rey “Campechano” se diluye tras traspasar la frontera española. Pero es necesario matizar que quien ha sido por muchos años el embajador ideal de la España moderna, tendría que ser tratado, ante los ojos de la Justicia, como un conciudadano más. Gozando de garantías judiciales, pero con sujeción a que recaiga sobre su persona todo el peso de la ley.



Entrando en cuestiones legales, la inmunidad del rey se mueve por el principio inglés “the King can do not wrong”, por el cual su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, de acuerdo con el artículo 56.3 de la Constitución Española. Por lo tanto, a priori, las acciones que haya cometido el rey durante su mandato como jefe del Estado están exentas de responsabilidad. Esta redacción es literal e inalterable. Por el contrario, los actos ilícitos que pudiera cometer el rey tras su abdicación sí que quedarían sometidos al control jurisdiccional.

La democracia española se enfrenta, en la actualidad, ante su mayor desafío, albergando este una trascendencia mucho más relevante que la que conllevó la cuestión nacionalista en Cataluña. En este caso, el sistema político y judicial que con tanto ahínco defendió Juan Carlos I podría llamar a su puerta y podría juzgarle por los delitos cometidos en el pasado -respetando en todo momento cuanto se contiene en el artículo 56 de la Constitución, y garantizando la presunción de inocencia y la tutela efectiva de los jueces y tribunales-. No es materia fácil. Y de darse este supuesto es posible que se agrieten algunas costuras, que se desluzca una institución que hasta hace una década se mostraba impoluta e indisoluble.

La supervivencia de nuestra democracia -de esta idea que nos vendieron los políticos cuarenta años atrás y que instauramos con ejemplaridad- depende de la capacidad de introspección hacia los actos delictivos de cualquiera de sus gestores. El gramaje de la Constitución de 1978, y los valores que en sus páginas se defienden, se tendría que medir por el grado de contrición del propio Estado Español, que se traduce en la capacidad del poder judicial por condenar a cualquier ciudadano e institución dentro de su territorio -excepto cuando este mismo ejerza cargos de gran relevancia, como puede ser la Jefatura del Estado-. De otro modo, la Carta Magna se convertiría en un simple tomo de papel mojado.

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