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Ley para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial

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Ley para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial



Ley 10/2015, de 26 de mayo, para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial.

Los bienes culturales inmateriales El concepto de patrimonio cultural ha seguido un ininterrumpido proceso de ampliación a lo largo del último siglo. De lo artístico e histórico y de lo monumental como valores y tipologías centrales, ha pasado a incorporar también otros elementos que integran una nueva noción ampliada de la cultura. Responde ésta a una nueva concepción derivada de la teorización científica de la etnología y la antropología, a la que se asocia un incremento de la conciencia social acerca de estas otras expresiones y manifestaciones de la cultura. Este proceso se podría sintetizar ahora en la propuesta doctrinal del tránsito de los «bienes cosa» a los «bienes actividad» o, dicho en términos más actuales, de los bienes materiales a los bienes inmateriales. Sin perjuicio de que, en esencia, en todos los bienes culturales hay un componente simbólico no tangible y que la imbricación entre lo material e inmaterial es profunda y, en muchos casos, inescindible, la conformación externa de los soportes a través de los que se manifiesta el patrimonio cultural es lo que permite esa distinción entre lo material e inmaterial como asuntos singulares y distintos. Y ello comporta fórmulas y técnicas jurídicas claramente diferenciadas a la hora de su protección. Mientras que en la protección de los primeros prima la «conservación» del bien en su configuración prístina y en su ubicación territorial (sobre todo en los de carácter inmueble), en los segundos destaca una acción de «salvaguardia» de las prácticas y de las comunidades portadoras con el fin de preservar las condiciones de su intrínseco proceso evolutivo, que se realiza a través de la transmisión intra e intergeneracional. Los bienes inmateriales también poseen un «locus» espacial, pero éste puede presentar ámbitos y alcances más difusos en tanto en ellos prima la comunidad portadora de las formas culturales que los integran, así como su carácter dinámico y su capacidad de ser compartido. El proceso de emergencia del patrimonio inmaterial es largo en el tiempo. Los estudios etnográficos y antropológicos, desde que lograron estatus científico en los últimos años del siglo XIX, habían ido impulsando el florecimiento del interés hacia las formas de expresión de la cultura tradicional. Valga recordar, entre los estudiosos de folclore en España, la labor de Antonio Machado Álvarez, padre de los hermanos Machado, y su entonces moderna y avanzada concepción del folclore, creador, en 1881, de la «Sociedad para la recopilación y estudio del saber y de las tradiciones populares», siguiendo la estela de otras iniciativas adoptadas en aquellos años fuera de España, principalmente en Inglaterra. Y esas reflexiones se irán consolidando con el amplio desarrollo científico de la antropología y la etnología a lo largo del siglo XX.



Sin embargo, a diferencia del patrimonio histórico material, el ahora llamado patrimonio inmaterial no llegó a tener, durante la mayor parte de dicho siglo, un lugar en el sistema de protección jurídica del patrimonio. En efecto, la inserción de las manifestaciones culturales inmateriales en el ordenamiento jurídico es un hecho nuevo, que sólo ha empezado a tomar cuerpo en las últimas décadas, al compás de su creciente aprecio social. Esta inserción ha ido acompañada de un proceso de renovación jurídico doctrinal sobre el patrimonio cultural, en la que es obligado recordar la aportación en Italia, en la década de los años setenta del siglo precedente, de la llamada Comisión Franceschini y de la construcción doctrinal del iuspublicista Giannini, que proponen un nuevo concepto amplio y abierto de bienes culturales como «todo aquello que incorpora una referencia a la Historia de la Civilización forma parte del Patrimonio Histórico». Este proceso de valorización jurídica presenta dos campos diferenciados de concreción, el de los instrumentos internacionales y el del derecho interno. II La legislación española Los bienes culturales inmateriales apenas fueron contemplados en las primeras normas generales del patrimonio cultural. Así, el Real Decreto-ley de 9 de agosto de 1926, sobre protección, conservación y acrecentamiento de la riqueza artística, únicamente hace una referencia a lo «típico» y lo «pintoresco», pero ceñida a los conjuntos arquitectónicos. La Ley sobre defensa, conservación y acrecentamiento del patrimonio histórico-artístico nacional, de 13 de mayo de 1933, realiza, en su artículo 3, una escueta referencia a los parajes pintorescos que deban ser preservados de destrucciones o reformas perjudiciales. Estos bienes aparecerán de forma más nítida en los Decretos de 1953 y de 1961, que se refieren a los inventarios, catálogos y servicios propios del patrimonio etnológico o folclórico, pero también de carácter material. La Constitución Española de 1978 ofrecerá un marco conceptual ya claramente receptivo al patrimonio inmaterial, pionero en el contexto constitucional europeo. Esto es nítidamente perceptible a lo largo de su redacción. Ya el propio Preámbulo, quintaesencia del contenido del texto, es palmariamente expresivo cuando encomienda a la Nación española «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». Igualmente expresivo lo es el artículo 3.3, cuando, desde una perspectiva no exclusivamente lingüística sino cultural más amplia, declara la pluralidad lingüística española como una riqueza que ha de ser protegida como un patrimonio cultural: «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural, que será objeto de especial respeto y protección». Otro paso lo da el artículo 46 que, en primer lugar, desbordando las tradicionales denominaciones de patrimonio «histórico y artístico» agrega ahora un tercer valor, el «cultural», que ensancha indudablemente el concepto de lo protegido para dar cabida a lo que ahora se denomina como cultura inmaterial. Por último, el artículo 149.1.28.ª redunda en la referencia al patrimonio cultural, junto al artístico y monumental español. Será, en el ámbito de la legislación estatal, la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, el texto que comience a considerar explícitamente los valores inmateriales anunciados en la Constitución, en la invocación a los «conocimientos y actividades», en el seno del patrimonio etnográfico, como nuevo objeto de protección. El Título VI, que responde al rótulo de Patrimonio Etnográfico, establece en el artículo 46 que forman parte del Patrimonio Histórico Español «los bienes muebles e inmuebles y los conocimientos y actividades que son o han sido expresión relevante de la cultura tradicional del pueblo español en sus aspectos materiales, sociales o espirituales». A su vez, el artículo 47 especifica que «se considera que tienen valor etnográfico y gozarán de protección administrativa aquellos conocimientos o actividades que procedan de modelos o técnicas tradicionales utilizados por una determinada comunidad». De igual modo, cabe señalar que todas las Comunidades Autónomas, en aplicación de sus competencias exclusivas en materia de patrimonio cultural, han procedido a la regulación normativa de esta materia. Así, la normativa autonómica sobre patrimonio histórico o cultural aprobada entre los años 1990 y 2013 ha venido incorporando, con diferentes fórmulas y denominaciones, los bienes culturales inmateriales. Es importante destacar que la disposición final primera de la Ley 18/2013, de 12 de noviembre, para la regulación de la Tauromaquia como patrimonio cultural, encomienda expresamente al Gobierno el impulso de las reformas normativas necesarias para recoger, dentro de la legislación española, el mandato y objetivos de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO. Finalmente, es oportuno recordar, desde la perspectiva del derecho comparado, que los bienes culturales inmateriales se han hecho visibles en los ordenamientos jurídicos nacionales, especialmente en los iberoamericanos. Esta visibilidad, que traduce una nueva conciencia social, se manifiesta de forma privilegiada, en tanto que normas supremas, en las Constituciones. Los textos constitucionales nuevos o renovados de las últimas décadas muestran una marcada tendencia a incorporar estas ideas, en unos casos de forma directa y en otros mediante un nuevo contexto conceptual que favorece su comprensión como parte del patrimonio cultural. Es el caso, aparte de la Constitución Española de 1978, de las Constituciones de Brasil (1988), Colombia (1991), México (1917), Ecuador (2008), Bolivia (2009), Polonia (1997) o Portugal (1976). Entre todos estos textos, es de señalar el artículo 216 de la Constitución brasileña de 1988, precepto que, además de incorporar, de forma novedosa en el lenguaje constitucional, una referencia a los bienes de naturaleza inmaterial, incluye entre éstos «las formas de expresión» y «los modos de crear, hacer y vivir». Y, paralelamente, la legislación ordinaria de un número creciente de países viene incorporando leyes especiales del patrimonio inmaterial, entre las que cabe señalar las de Brasil (2000) y Portugal (Decreto-Lei n.º 138/2009, de 15 de junio). III Los compromisos internacionales Pero el impulso más decisivo del patrimonio inmaterial se sitúa en el Derecho Internacional, fundamentalmente en la acción de la UNESCO, que corona en la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, de 2003. Antes de esta Convención, se había ido allanando el camino en un proceso corto en el tiempo, pero jalonado por numerosas iniciativas. La oscuridad en la que había quedado el patrimonio inmaterial en la Convención de 1972 será el detonante que excite en los siguientes años un rosario de encuentros y declaraciones. Como se ha advertido reiteradamente, la Convención de la UNESCO de Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de 1972, nació como un instrumento focalizado fundamentalmente hacia los objetos de la llamada cultura material. Quedaba pendiente, por ello, en el derecho internacional, un instrumento de valorización jurídica de las creaciones culturales sociales y comunitarias inmateriales. Entre las actuaciones seguidas en el orden internacional, en especial por la UNESCO, debe recordarse la Conferencia de Accra, en 1975, referida al ámbito africano, que resalta el valor de la diversidad cultural y la necesidad de salvaguardia de las lenguas, la tradición oral y el fomento de las artes tradicionales y populares. Poco después, la Conferencia celebrada en Bogotá, en 1978, aprueba una declaración que pone el acento en el rescate y salvaguardia del patrimonio vinculado a la identidad de los pueblos y a su autenticidad, señalando, en su recomendación 31, la música y la danza como elementos esenciales. Otro jalón se encuentra en la relevante Conferencia Intergubernamental sobre políticas culturales, organizada por la UNESCO en México, en 1982. La aportación de este encuentro reside en que viene a realizar una labor de sistematización de las recomendaciones precedentes. En la Declaración aprobada por la Conferencia, referida a todos los ámbitos de la cultura, destaca que el patrimonio cultural lo integran «las obras materiales e inmateriales que expresan la creatividad de un pueblo», nombrando expresamente, entre otros bienes propios del patrimonio inmaterial, la lengua, los ritos, las creencias, la literatura y las obras de arte. Una nueva Conferencia de la UNESCO en 1988 incluye una Recomendación a los Estados miembros sobre la «Salvaguardia del Folclore». Esta será tomada en cuenta por la Conferencia celebrada en París, en 1989, que marcará un hito fundamental en la especificación de este patrimonio, pues la Declaración aprobada pasará a designarlo como «Traditional Culture and Folklore», denominación traducida al castellano como «Cultura tradicional y popular». En ella se realiza ya una definición del «folclore» e incluye en él la lengua, la literatura, la música, la danza, los juegos, la mitología, los rituales, las costumbres, las artesanías, la arquitectura y otras artes. Tras la decisiva Conferencia anterior, en la siguiente década tendrán lugar diversos seminarios destinados a evaluar la aplicación de la Recomendación, que dejarán ver un giro terminológico concretado en la aparición de los conceptos «oral» e «intangible», lo que será objeto de particular reflexión en la Conferencia de Washington, en 1999. En ella se debate sobre el carácter problemático del término «folclore», por su carácter peyorativo, y sobre la necesidad de estudiar otras alternativas, «patrimonio oral», «conocimientos y destrezas tradicionales», «patrimonio intangible», «formas de saber, ser y hacer». En un nuevo Seminario, celebrado en Nueva Caledonia en ese mismo año, se producirá un rechazo expreso al término «folclore». Será en un informe del Director General de la UNESCO, en el año 2001, y en la Declaración adoptada en Estambul, el año 2002, cuando se consolide la expresión «patrimonio cultural inmaterial». El proceso culminará con la aprobación, en la 32.ª reunión de la UNESCO, el 17 de octubre de 2003, de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, ratificada por España en el año 2006. También en los instrumentos internacionales de carácter regional se puede percibir un proceso similar, siendo de resaltar, en el espacio iberoamericano, la Carta Cultural Iberoamericana. Esta Declaración, aprobada en la XVI Cumbre Iberoamericana celebrada en Montevideo en 2006, incluye numerosas referencias a este patrimonio. Entre ellas destaca, en el Título I de «Fines», el compromiso de los países iberoamericanos de fomentar la protección y difusión del «patrimonio cultural y natural, material e inmaterial iberoamericano». Compromiso que, más adelante se desarrolla con la incorporación, en el Título III de «Ámbitos de aplicación», de un ámbito relativo al patrimonio cultural, que lo integran «tanto el patrimonio material como el inmaterial, que deben ser objeto irrenunciable de especial respeto y protección». Asimismo, la resolución IX/4 de la Novena Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Normalización de los Nombres Geográficos, celebrada en Nueva York, en agosto de 2007, teniendo en cuenta dicha Convención, estimando que los topónimos forman parte del patrimonio cultural inmaterial, alienta a los organismos oficiales encargados de la toponimia, entre otras cosas, a elaborar un programa de salvaguardia y promoción de este patrimonio, de conformidad con el párrafo 3 del artículo 2 y el artículo 18 de la Convención. IV La competencia del Estado Es sabido que la Constitución Española incorpora, en materia de cultura, un sistema competencial complejo y con reglas de una densa especificidad sin parangón en otras materias. Incidir sobre valores sensibles –que se engarzan con el ejercicio de numerosos derechos fundamentales–, la imprecisión y horizontalidad del propio concepto –que origina más de las normales colisiones de títulos competenciales–, la concurrencia o dualidad competencial –que hace que en determinadas funciones puedan actuar distintas Administraciones a la vez, fuera de la lógica del reparto competencial normal inclusius unius, exclusius alterius– y el deber de comunicación cultural –como un proyecto democrático de convivencia en la diversidad–, serían sus marcas singulares.

A partir de estas consideraciones, procede explicar cómo se insertan las competencias que el Estado ejercita en la presente ley: A. La ley como norma de «tratamiento general» del patrimonio cultural inmaterial. La posibilidad de la regulación que pretende esta norma viene amparada en la doctrina del Tribunal Constitucional primordialmente, por todas, en las Sentencias 17/1991, de 31 de enero, y 49/1984, de 5 de abril. Según estas sentencias, la «integración de la materia relativa al patrimonio histórico-artístico en la más amplia que se refiere a la cultura permite hallar fundamento a la potestad del Estado para legislar sobre aquélla», dado que la competencia del Estado habrá de desplegarse «en el área de preservación del patrimonio cultural común, pero también en aquello que precise de tratamientos generales o que haga menester es acción pública cuando los fines culturales no pudieran lograrse desde otras instancias» (Sentencia del Tribunal Constitucional 49/1984). En congruencia con la doctrina precedente, la presente ley no pretende otra cosa que ofrecer un «tratamiento general» de una materia necesitada de ello, dado que, como se ha explicado, el patrimonio cultural inmaterial ha conocido en las últimas décadas un notable florecimiento conceptual así como en la conciencia social y, sobre todo, en el ordenamiento jurídico internacional, cuyo hito mayor es, como se ha expuesto, la aprobación de la Convención de la UNESCO en el año 2003. El contexto del año 1985, en el que se aprueba la Ley del Patrimonio Histórico Español, explica el tratamiento sucinto y limitado que la ley hace al «patrimonio etnográfico» como patrimonio especial en los artículos 46 y 47 de la ley, hoy, por las razones expuestas, claramente insuficiente. El objeto de la ley en este punto es, trayendo las palabras de la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991, fijar el estatuto peculiar de los bienes culturales, que «comprende, en primer lugar, «los tratamientos generales» a los que se refiere específicamente la citada Sentencia del Tribunal Constitucional 49/1984 y, entre ellos, específicamente, aquellos principios institucionales que reclaman una definición unitaria» (F.J. 3.º). Que se está ante un tratamiento general queda claro en tanto la ley se limita a perfilar un conjunto de líneas maestras que no impiden que a su vez las Comunidades Autónomas, en virtud de la regla de concurrencia normativa que las ampara, puedan dictar asimismo sus regulaciones específicas sobre la misma materia. Líneas generales son, en efecto, fijar un concepto básico y general de patrimonio inmaterial, determinar los principios y derechos fundamentales implicados en el presente patrimonio, establecer los mecanismos administrativos y orgánicos generales de inserción del conjunto del patrimonio cultural inmaterial español (Inventario General de Patrimonio Cultural Inmaterial), regular los instrumentos operativos de actuación (Plan Nacional de Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial), así como sentar las finalidades generales de los diferentes ámbitos y sectores (centros de depósito cultural, educación, medios de comunicación social…) que, de acuerdo con la Convención de la UNESCO, pueden ser de gran ayuda para una mejor salvaguardia y conocimiento del patrimonio inmaterial. B. La actividad de significación por el Estado de los valores y bienes comunes del patrimonio inmaterial. La ley asume asimismo una tarea específica obligada constitucionalmente, desarrollar el mandato de promover la puesta en valor de la cultura común, en tanto el artículo 149.2 de la Constitución Española encomienda al Estado, sin perjuicio de las competencias que puedan corresponder a las Comunidades Autónomas, con gran énfasis y palabras marcadamente imperativas sin parangón en el conjunto de la Constitución Española, proveer el servicio de la cultura como una tarea fundamental: «Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial…». Se pone el énfasis en la acción sobre la cultura (considerará) y en la calificación de ésta (deber y atribución esencial) referida, en este caso, de forma directa e inmediata a las instituciones de la Administración General del Estado, en tanto el precepto delimita el alcance de la misión de éste después de salvar las competencias de las Comunidades Autónomas en materia de cultura («Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas»…). Este precepto es, precisamente, la base de la concurrencia competencial, fórmula singular en materia de cultura y directamente derivada de la plena asunción por el constituyente de la naturaleza poliédrica y compleja del concepto de cultura. Lo que, en definitiva, traduce el precepto a la hora de organizar el reparto de tareas entre los diferentes poderes públicos territoriales es que los valores simbólico-expresivos de los individuos y de los grupos son susceptibles de reflejarse simultánea, pero diferenciadamente, en diferentes planos. Por ello, el impulso de esos valores culturales, de las comunidades territoriales y de la comunidad general del Estado, al articularse en la sociedad democrática organizada, se refleja constitucionalmente en un conjunto de principios y reglas para ordenar esa diversidad cultural como un sistema pleno e integrado. A estas bases profundamente democráticas es a lo que responde, en técnica de reparto de competencias, la concurrencia o dualidad competencial cultural, específicamente referida, como ha señalado la doctrina, a la acción de promoción y preservación de todo ese racimo de valores culturales. Concurrencia que el Tribunal Constitucional asumió, ya muy tempranamente y de forma palmaria, en la Sentencia 49/1984. La cita es extensa, pero necesaria: «… una reflexión sobre la vida cultural lleva a la conclusión de que la cultura es algo de la competencia propia e institucional tanto del Estado como de las Comunidades Autónomas, y aún podríamos añadir de otras comunidades, pues allí donde vive una comunidad hay una manifestación cultural respecto de la que las estructuras públicas representativas pueden ostentar competencias, dentro de lo que en un sentido no necesariamente técnico-administrativo puede comprenderse dentro del «fomento de la cultura». Esta es la razón a que obedece el artículo 149.2 de la Constitución Española, en el que después de reconocer la competencia autonómica afirma una competencia estatal, poniendo el acento en el servicio de la cultura como deber y atribución esencial. Hay, en fin, una competencia estatal y una competencia autonómica en el sentido de que más que un reparto competencial vertical, lo que se produce es una concurrencia de competencias ordenada a la preservación y estímulo de los valores culturales propios del cuerpo social desde la instancia pública correspondiente». Lo que está en juego en la presente ley es, pues, que el Estado pueda cumplir con su mandato específico, en relación con los valores comunes que le incumbe prioritariamente representar, en relación con el patrimonio inmaterial. Es decir, que el Estado ponga en valor, siguiendo las palabras de la Sentencia 49/1984, aquellas «manifestaciones culturales» de dicho patrimonio que puedan ser representativas de la comunidad estatal, mediante su declaración como «Manifestación Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial». Esto es claramente posible y obligado en el caso del patrimonio inmaterial. Si bien, al interpretar la Ley del Patrimonio Histórico Español, la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991 optó por considerar que la competencia de ejecución para la declaración de bienes culturales materiales es, con algunas excepciones, básicamente autonómica, esta consideración descansa, como confiesa expresamente la Sentencia, en el dato de que estos bienes están inscritos en un «locus» territorial: «la categoría legal de los bienes de interés cultural dentro del Patrimonio Histórico Español está integrada por los más relevantes del mismo, normalmente situados en alguna de las Comunidades Autónomas» (F.J.10.º). Sin embargo, y éste es también un dato fundamental, en el caso de los bienes inmateriales el arraigo y origen territorial o local no impide que algunos de ellos presenten de forma simultánea manifestaciones territoriales supraautonómicas, bien porque las comunidades portadoras se extienden a lo largo y ancho de varios territorios autonómicos, bien porque se trata de manifestaciones profundamente imbricadas en el imaginario colectivo general de los españoles. Estas últimas manifestaciones tienen que ver, de forma especial, con aquellos bienes inmateriales que tienen un reconocimiento o son compartidas incluso más allá del territorio estatal, como ocurre, en el caso más claro, con valores culturales gestados en la experiencia histórica de nuestro país y, especialmente, los integrantes de la llamada cultura iberoamericana. Este es, en consecuencia, el sentido que tiene para el Estado, en lo que se refiere a la cultura común, entender que el cumplimiento del mandato del artículo 149.2 de la Constitución Española de considerar el servicio de la cultura «deber y atribución esencial» hace obligado que aquél pueda significar aquellas manifestaciones que cumplen estas condiciones. De hecho, aun aceptando que el Preámbulo de la Constitución Española no es una parte de este texto con la virtualidad de atribuir competencias, sí tiene el valor de ayudar a interpretar el sentido de aquellas normas que tienen esa naturaleza, como es el señalado apartado 2 del artículo 149. En efecto, el Preámbulo, en su párrafo cuarto deja claro que «todos los españoles», así como los «pueblos de España» son portadores de manifestaciones culturales inmateriales: «La Nación española proclama su voluntad de: (…) proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». He aquí, pues, el todo social –el conjunto de los españoles– y las partes –los pueblos de España– concebidos como sujetos portadores simultáneamente de culturas y tradiciones, lenguas e instituciones. Por último, a mayor abundamiento, es oportuno invocar aquí la doctrina general del Tribunal Constitucional para aceptar casos excepcionales en los que el Estado puede intervenir en ámbitos de competencia autonómica «cuando, además del alcance territorial superior al de una Comunidad Autónoma del objeto de la competencia, la actividad pública que sobre él se ejerza no sea susceptible de fraccionamiento y, aun en este caso, dicha actuación no pueda llevarse a cabo mediante mecanismos de cooperación y coordinación, sino que requiera un grado de homogeneidad que sólo pueda garantizar su atribución a un solo titular, que forzosamente deba ser el Estado, o cuando sea necesario recurrir a un ente con capacidad de integrar intereses contrapuestos de varias Comunidades Autónomas» (Sentencia del Tribunal Constitucional 223/2000, de 21 de septiembre, F.J. 11.º). Resulta obvio que esta posibilidad de significación de bienes culturales no es ilimitada para el Estado, pues, de lo contrario, podría generar el vaciamiento o desfiguración de la correspondiente competencia autonómica. Por un lado, tendrá que estar justificada y ceñida únicamente a aquellos casos en que proceda, a través de los usuales procedimientos de auctoritas científica y técnica inherentes a la determinación y significación administrativa de los bienes culturales (mediante los preceptivos informes consultivos). Y, por otra parte, yendo más allá, pues la singular naturaleza del patrimonio inmaterial lo hace posible, el que existan bienes culturales que puedan ser acreedores a esa significación estatal no impide, en lo que puedan tener de manifestación cultural también específica autonómica o infraautonómica, que la Comunidad Autónoma correspondiente pueda declarar, mediante sus propios procedimientos y categorías de significación, esos mismos bienes en orden a preservar y poner en valor las expresiones o modulaciones particulares con que se manifiesten en su ámbito territorial. Es innegable que la concurrencia, así entendida, es la forma por la que ha optado la Constitución Española de articular la diversidad cultural como un sistema de pluralismo cultural que asume ésta como una riqueza compleja e imbricada. Aunque no se oculta que esta fórmula, para que no derive en desorden o dispersión, necesita de reglas particulares de ensamblaje y colaboración. Aquí es donde entra en juego, como una de las técnicas no única pero sí muy importante, un nuevo mandato del artículo 149.2 de la Constitución Española cuando encomienda al Estado la tarea de «facilitar la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas». C. La facilitación de la comunicación cultural. Este es, precisamente, el tercero de los objetivos que trata de afrontar la ley. Uno de los ejes de la presente ley es la «comunicación cultural» que el artículo 149.2 de la Constitución Española formula, de nuevo, en términos marcadamente imperativos, como otra encomienda al Estado: «… y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas». Esta propuesta de comunicación cultural implica dos planos de concreción, uno administrativo y otro sustantivo. El primero, ya señalado y validado por la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991, tiene que ver con la colaboración interadministrativa entre el Estado y las Comunidades Autónomas y la de éstas entre sí en materia de Patrimonio histórico, porque es un deber general de esencia al modelo de organización territorial del Estado implantado en la Constitución Española; y porque, de forma particular, en el caso de la cultura, según afirma literalmente el Tribunal Constitucional, «se ve reforzado por el mandato del artículo 149.2 de la Constitución Española». Pero es un mandato que comporta asimismo un plano sustantivo, indeclinable y absolutamente esencial al edificio de pluralismo cultural de la Constitución Española, que el conjunto de los poderes públicos promuevan, desde el acuerdo y el consenso, la comunicación, la valorización y el reconocimiento recíproco de la multiplicidad de valores y expresiones culturales que se dan en el Estado. En el referido apartado 2 del artículo 149, el Estado es apelado como garante de esta tarea, pero junto a las Comunidades Autónomas. Es decir, no deja a éstas en la posición de destinatario pasivo de esa encomienda al Estado sino que las erige en contraparte necesaria, al exigir que se desarrolle «de acuerdo con ellas». Sabido que la Constitución Española adopta como prius la diversidad cultural de España (en tanto reconoce la existencia de un agregado complejo e imbricado de expresiones culturales en el que también tiene un sitio una cultura común), sin embargo no propone exclusivamente una acción estatal unilateral para preservar ese agregado. Opta, antes bien, por la «comunicación cultural», es decir la interacción –la comunicación, a diferencia de la difusión, es una acción bilateral– entre los sujetos de esa pluralidad de culturas. Y, además, lo hace en términos democráticos de consenso, «de acuerdo con ellas». En definitiva, el fondo de esta propuesta en ese plano sustantivo no es otro que el de sentar las bases de un proyecto cultural de gran calado para el pluralismo cultural de nuestro Estado de celebración de la diversidad como una riqueza que ha de ser mantenida y preservada hacia el futuro. La diversidad tiene múltiples planos y el rol civilizador y democrático de los poderes públicos es, desde sus misiones específicas en relación con sus ámbitos respectivos de servicio al interés general, ponerlos en valor en pro de una diversidad no mutilada sino plena, lo que tiene el fundamental valor añadido de enriquecer y ensanchar la libertad cultural de los ciudadanos desde la libertad clásica y la autonomía a una nueva posibilidad, la libertad de elección en lo diverso. Esta es, precisamente, la propuesta de la Convención para la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de la UNESCO de 2005, también ratificada por el Estado español que, tras comenzar por afirmar en el Preámbulo la diversidad cultural como fuente de un mundo rico y variado «que acrecienta la gama de posibilidades», más adelante, en el artículo 2.1 vincula la diversidad a los derechos humanos y las libertades fundamentales y, en particular, con la libertad de expresión, información y comunicación, «así como la posibilidad de que las personas escojan sus expresiones culturales». Y es aquí donde el patrimonio inmaterial se revela como un campo especialmente idóneo, por su intrínseca naturaleza participativa, recreativa y comunicativa y su capacidad de interactuar entre los individuos, los grupos y las comunidades. D. La defensa del patrimonio inmaterial contra la expoliación y la exportación. De conformidad con el artículo 149.1.28.ª de la Constitución Española, corresponde al Estado la «defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación». Es obvio que la mención expresa del adjetivo «cultural» abarca aquí, como se ha explicado antes, también el capítulo de los bienes inmateriales. Y es asimismo claro que, en este caso, la acción de defensa, al estar referida al patrimonio cultural «español» cubre la plenitud de manifestaciones culturales inmateriales que se dan en el territorio del Estado que, como se expone más arriba, corresponde significar respectivamente, según sus propios ámbitos competenciales, a las diferentes Administraciones Públicas representativas de las respectivas manifestaciones culturales inmateriales que se dan en la vida social. Es decir, el adjetivo español en este caso funciona como un agregador conceptual que no se ciñe únicamente al grupo concreto de bienes culturales representativos de la comunidad general del Estado –los específicamente representativos de la cultura común–, sino que abarca, por supuesto, éstos, pero también aquellos otros representativos de las comunidades territoriales, e incluso los de otras comunidades, como dice expresamente la reiterada Sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991, en conexión con la Sentencia del Tribunal Constitucional 49/1984. No obstante esta acción protectora de «defensa» exige, por la propia naturaleza del objeto de la expoliación y de la exportación, separar cuál es el alcance en cada uno de ellos. En lo que se refiere a la expoliación, para no convertir este título competencial estatal en un secante de las competencias de las demás Administraciones Públicas, la defensa en relación con ésta ha de ser concebida como un conjunto de actuaciones concretas –entre las que caben tanto las normativas como las ejecutivas– de garantía final de preservación del bien cultural o de pérdida de su función social. Así lo entiende, una vez más, la Sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991, cuando afirma que «la utilización del concepto de defensa contra la expoliación ha de entenderse como definitoria de un plus de protección respecto de unos bienes dotados de características especiales. Por ello mismo abarca un conjunto de medidas de defensa que a más de referirse a su deterioro o destrucción tratan de extenderse a la privación arbitraria o irracional del cumplimiento normal de la de aquello que constituye el propio fin del bien según su naturaleza, en cuanto portador de valores de interés general necesitados, estos valores también, de ser preservados». Y una nueva cuestión es que la singular idiosincrasia de los bienes inmateriales hace que su defensa precise la modulación de las técnicas respecto de las propias del patrimonio material, ya previstas en la Ley del Patrimonio Histórico Español. En congruencia con ello, la presente ley articula una nueva técnica específica de protección en favor del Estado que, siguiendo la pauta de la Convención de la UNESCO de 2003, se concreta en la inclusión del bien inmaterial afectado, no protegido o insuficientemente protegido, en una lista de bienes inmateriales en peligro en tanto no se produzca la debida acción ordinaria de protección que corresponda. Por último, también en lo que se refiere a la exportación, los bienes del patrimonio inmaterial plantean una notable peculiaridad. Siendo la función del patrimonio inmaterial la de ser un patrimonio abocado a la comunicación entre las comunidades, incluso más allá de las fronteras nacionales, una concepción de la exportación similar a la de los bienes del patrimonio material conllevaría impedir o desnaturalizar su función dinámica e interactiva en el espacio. Por ello, la defensa frente a la exportación ha de ceñirse estrictamente a aquellos supuestos en los que la salida hacia el exterior del soporte material que puede acompañar con frecuencia el bien cultural inmaterial privara, o desnaturalizara, el desenvolvimiento normal de la práctica cultural o el cumplimiento de su función social a través de la expresión de los valores de la que es portadora por su comunidad de origen. V Audiencia y consulta En el proceso de elaboración de la presente ley se ha seguido un amplio trámite de participación y consulta de organismos y entidades especializados y, en especial, de audiencia de las Comunidades Autónomas por la implicación que se deriva del complejo sistema de concurrencia competencial.



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