Temporalidad y uso abusivo del periodo de prueba
Desde el año 2019, los ceses en periodo de prueba han incrementado exponencialmente: 542%

El abogado Víctor Manuel Canalda, autor de este artículo, denuncia los ceses existentes en periodo de prueba son cada vez mayores. (Imagen: E&J)
Temporalidad y uso abusivo del periodo de prueba
Desde el año 2019, los ceses en periodo de prueba han incrementado exponencialmente: 542%

El abogado Víctor Manuel Canalda, autor de este artículo, denuncia los ceses existentes en periodo de prueba son cada vez mayores. (Imagen: E&J)
Desde una perspectiva estrictamente jurídico-laboral, no puede sino llamar la atención el exponencial incremento —del 542% desde 2019, según datos del propio Ministerio de Economía— de los ceses en período de prueba, un fenómeno que, por su magnitud y reiteración, deja entrever que la figura del contrato indefinido está siendo, en no pocas ocasiones, instrumentalizada para encubrir relaciones laborales de carácter eminentemente temporal.
Esta práctica, que si bien puede situarse en el intersticio de la legalidad formal, plantea serias dudas desde la óptica de la buena fe contractual y de los principios rectores que informan nuestro ordenamiento laboral, en especial el de estabilidad en el empleo, consagrado, aunque de manera cada vez más difusa, como pilar básico del Estado social y democrático de Derecho.
En efecto, la posibilidad de extinguir una relación laboral durante el período de prueba sin necesidad de alegar causa ni de abonar indemnización alguna, conforme a lo dispuesto en el artículo 14 del Estatuto de los Trabajadores, deviene en una suerte de resquicio normativo que algunas empresas han comenzado a explotar con inusitada frecuencia.
Si se parte de la base de que dicho periodo tiene por objeto comprobar la aptitud y adecuación del trabajador al puesto de trabajo, no resulta jurídicamente razonable ni verosímil que se haya producido tal incremento exponencial de las resoluciones contractuales bajo esta fórmula, salvo que se esté pervirtiendo su naturaleza jurídica y convirtiendo, de facto, el contrato indefinido en un contrato temporal camuflado.
Es esta una “triquiñuela” jurídica que, aun cuando pueda no vulnerar la literalidad de la norma, sí entra en franca colisión con su espíritu y finalidad, lo que nos sitúa en el ámbito del fraude de ley —artículo 6.4 del Código Civil—, aunque con dificultades probatorias evidentes para su impugnación.
Ahora bien, resulta esencial contextualizar esta problemática dentro de una realidad estructural del mercado de trabajo español: su crónica propensión a la temporalidad. La reforma laboral operada mediante el Real Decreto-ley 32/2021 trató, sin duda, de atajar dicha anomalía mediante la restricción del uso del contrato temporal y la incentivación del contrato fijo discontinuo como fórmula de flexibilidad para actividades cíclicas o estacionales.
Sin embargo, debe reconocerse, con honestidad y rigor, que la referida figura del fijo discontinuo no ha conseguido, al menos hasta la fecha, erigirse como una alternativa plenamente satisfactoria. Su implementación ha sido heterogénea y, en muchos sectores, ha generado más incertidumbre que estabilidad, debido tanto a la falta de cultura jurídica sobre su operativa como a la ausencia de mecanismos eficaces de control sobre su utilización real.
En este sentido, puede sostenerse que la proliferación de ceses en período de prueba constituye un síntoma más de la incapacidad del sistema normativo para articular una respuesta efectiva a la disyuntiva entre flexibilidad y seguridad laboral. Es esta una tensión irresuelta que exige una reformulación del binomio trabajo-estabilidad bajo nuevas coordenadas, posiblemente inspiradas en el modelo de la “flexiseguridad”, tan arraigado en algunos ordenamientos nórdicos, en virtud del cual se compatibiliza la adaptabilidad empresarial con un robusto sistema de garantías para los trabajadores, tanto en el tránsito entre empleos como en el mantenimiento de su empleabilidad mediante la formación continua y el acompañamiento institucional.

Para Canalda, esta practica no es sólo una mala praxis empresarial, también una carencia estructural del propio sistema de relaciones laborales. (Imagen: E&J)
No debe olvidarse, asimismo, que el ordenamiento jurídico no sólo regula, sino que también expresa valores y principios que configuran una determinada idea de justicia social. Desde esa óptica, la utilización masiva del período de prueba como mecanismo de rotación de plantilla revela una grave disfunción organizativa, que erosiona la confianza en el sistema jurídico y contribuye a una cultura de la precariedad que se extiende más allá de los límites de la legalidad laboral.
Así, lo que formalmente aparece como un contrato indefinido, sustancialmente se comporta como un contrato ultracorto, desvinculado de cualquier expectativa razonable de continuidad, con la consiguiente afectación a derechos tan básicos como la dignidad del trabajador, su estabilidad personal y familiar, e incluso su acceso a prestaciones sociales.
Cabría preguntarse, en este escenario, si los trabajadores disponen de herramientas eficaces para impugnar estas prácticas. La respuesta, si bien no enteramente negativa, ha de ser matizada. Jurídicamente, nada impide que el trabajador impugne el cese durante el período de prueba por entender que encubre una finalidad fraudulenta. Sin embargo, la carga probatoria que ello implica es de una envergadura notable, pues el empresario no está obligado a justificar su decisión, bastando la simple manifestación de no superación de dicho período de prueba.
En tales casos, el trabajador debe acreditar que, en realidad, no existió tal periodo de prueba (por ejemplo, porque ya venía desempeñando funciones similares en la misma empresa), o que la causa alegada encubre una discriminación o vulneración de derechos fundamentales. Son vías procesales arduas, de incierto resultado y con costes personales y económicos que desincentivan la litigiosidad, especialmente entre colectivos vulnerables.
No puede obviarse, en definitiva, que esta forma de gestionar las relaciones laborales, basada en la rotación permanente, el cortoplacismo y el uso estratégico de resquicios legales, responde a una lógica empresarial que busca optimizar costes en un entorno altamente competitivo y normativamente inestable. Pero ello no debería eximir al legislador, ni tampoco a los agentes sociales, de la responsabilidad de diseñar fórmulas contractuales que articulen mejor la legítima necesidad de flexibilidad de las empresas con la no menos legítima aspiración de los trabajadores a un empleo digno y seguro.
En este punto, cabe insistir en que el actual diseño del contrato indefinido, con un período de prueba que puede alcanzar hasta seis meses en muchos casos, genera un incentivo perverso para su uso fraudulento, por lo que debería considerarse una revisión legal que acorte o module dicha duración en función de la naturaleza del puesto y del tamaño de la empresa, introduciendo, si fuera necesario, un régimen de presunciones o de control reforzado para aquellos sectores especialmente proclives a la rotación.
En suma, lo que estos datos ponen de manifiesto no es sólo una mala praxis empresarial, sino también una carencia estructural del propio sistema de relaciones laborales, que sigue sin ofrecer respuestas adecuadas a la temporalidad encubierta. La adopción de modelos inspirados en la flexiseguridad, lejos de suponer una concesión unilateral al empresario, permitiría reequilibrar la relación jurídica entre las partes, dotándola de mayor transparencia, previsibilidad y justicia material.
Solo mediante una reflexión en profundidad del marco jurídico-laboral, acompañada de mecanismos eficaces de control y sanción, será posible revertir esta tendencia y evitar que figuras como el período de prueba degeneren en instrumentos de precariedad sistemática. En definitiva, la lucha contra la temporalidad no puede limitarse a la forma jurídica del contrato, sino que debe atender a su funcionalidad real y a la calidad de la relación laboral que se construye sobre él.
