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La firma

El adecuado y debido respeto entre jueces y letrados

“Jueces y letrados se complementan, se necesitan”

(Foto: E&J)

Pedro Tuset del Pino

Magistrado-Juez de lo Social de Barcelona.




Tiempo de lectura: 5 min



La firma

El adecuado y debido respeto entre jueces y letrados

“Jueces y letrados se complementan, se necesitan”

(Foto: E&J)



Observo, no sin disimulada preocupación, la proliferación de comentarios en determinadas plataformas sociales y revistas jurídicas on line en que la cuestión central radica en el mal trato y desconsideración recibidas por algunos letrados en su relación profesional con los jueces, al punto de haber vivido experiencias desagradables en forma de desplantes, respuestas inadecuadas, posiciones de fuerza y primacía, conductas descorteses y, en general, otros agravios que desmerecen el respeto debido que debe presidir la relación entre ambos operadores jurídicos.

Y afirmaba mi preocupación porque en tales opiniones pareciera, si no todos, que una gran parte de los jueces de este país se alzan en una posición de privilegio, de respeto impuesto de rigidez en sus manifestaciones que los convierten en el punto de mira y en el centro de atención, sin considerar ni las circunstancias, ni las excepciones ni menos la realidad imperante. Porque, ni todo el campo es orégano ni todo pecador va derecho al purgatorio de las almas despiadadas.



En mi dilatada trayectoria jurídica he podido saborear las mieles y éxitos de la profesión de abogado –durante más de 25 años de ejercicio profesional– y la responsabilidad unida a la enorme carga de trabajo en mi labor jurisdiccional como Magistrado en estos últimos 13 años.

Quizás por ello, parto con la ventaja de poder haber estado a ambos lados de la barrera, de experimentar las distintas sensaciones de estar en uno u otro lado en la sala de juicios, de ponderar tus comentarios y ajustar tu proceder a los intereses parciales que merece cada cliente. A resolver en justicia bajo estrictos criterios de objetividad e imparcialidad, sirviendo, siempre al bien general y común.



Ambas actividades, la de juez y la de letrado, se complementan, se necesitan, resultan imprescindibles para una recta y eficaz administración de la Justicia, de suerte que ni los unos ni los unos debieran transcurrir por caminos paralelos. Miguel de Cervantes ya puso de relieve que el papel de los jueces y de los letrados y la justa aplicación de las leyes a la economía y a las relaciones sociales y contractuales por su parte y por los políticos y administradores públicos, servía para poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo.



Porque así como el buen asesoramiento y defensa del cliente se impone junto con la armoniosa y convincente oratoria en juicio del abogado, al juez le corresponde dirigir y dirimir el debate, procurando que la igualdad de armas, la proposición y práctica de la prueba, la creación de un ambiente propicio durante la vista que facilite y ampare la suficiente seguridad, empatía y libertad de exposición como únicos criterios en la siempre difícil, comprometida y responsable adopción de la resolución a dictar, dando respuesta acertada a las diferencias fácticas y jurídicas sometidas a su decisión, siempre bajo el imperio de la ley.

(Foto: E&J)

Es, precisamente, ese ambiente propicio del que trataba, el que debe presidir la relación entre juez y abogado. Al primero por su conducta ejemplar, alejado de cualquier posicionamiento o comportamiento ajeno a la esencia y espíritu de la objetividad. Y al segundo, porque el ardor, el énfasis y la entrega a la justa causa no puede verse empañada ni confundida con el orgullo mal llevado, la ira o la falta de cortesía y de respeto, sino que su proceder debe transcurrir por el sendero de la serenidad y el temple, en especial acompañado por la facultad de transmitir al juzgador la bonanza de sus pretensiones.

Curatti, en su Arte Forense, afirmó “Dad a un hombre todas las dotes del espíritu, dadle todas las del carácter, haced que todo lo haya visto, que todo lo haya aprendido y retenido, que haya trabajado durante treinta años de su vida, que sea en junto un literato, un crítico, un moralista, que tenga la experiencia de un viejo y la infalible memoria de un niño, y tal vez con todo esto formaréis a un Abogado completo”.

En contrapartida, el juez debe ser cortés, atento, mostrar interés, vigilar, encauzar y corregir la marcha del procedimiento, ajustarse a las normas sustantivas y adjetivas, corregir con la moderación adecuada, pero con la seguridad y firmeza que le impone su cargo y responsabilidad y, en definitiva, resolver en justicia. En palabras de Baruch Spinoza, Quienes están encargados de dirimir los pleitos están obligados a tratar a todos por igual, sin acepción de personas, y a defender por igual el derecho de cada uno”.

Claro es que el trato entre ambos operadores jurídicos debe basarse en el mutuo respeto, consideración y dignidad profesional, independientemente que cada uno de ellos asuma su correspondiente rol en lo más parecido a una obra de teatro en el que hay que seguir un guion, sin desnaturalizarlo, tergiversarlo o someterlo a tales condiciones que condicione, coarte o se vuelva en contra de quienes, en uso de su legítimo derecho formulen la oportuna protesta.

En tal sentido, todos los extremos son malos. Mi experiencia como Magistrado me ha enseñado que mi presencia debe pasar lo más inadvertida posible, limitada a la estricta intervención en conceder el turno de intervención de cada parte, acordar la prueba propuesta, declarar la pertinencia de las cuestiones sometidas a los interrogatorios de partes, peritos y testigos, a resolver las incidencias que se produzcan el curso de la vista, a velar por el respeto mutuo de todas las partes en el proceso y del derecho de defensa, prestando la adecuada atención a las conclusiones antes de dar por acabado el acto tras el protocolario “Visto para Sentencia”.

(Foto: E&J)

Estoy plenamente convencido que el razonamiento es el único medio que debe ser empleado de modo sistemático, porque implica el uso de la palabra como instrumento de comunicación. Por medio de la palabra podemos cambiar de opinión al incrédulo, convencer al indeciso, dar solución donde antes existía un problema, hacer valer la sinceridad de nuestra argumentación, denunciar la injusticia o la falacia de que quien expone no es más que un mero artificio, suscitar el interés, centrar la atención sobre algún aspecto destacado, distinguir la ficción de la realidad, materializar nuevas ideas, poner orden nuestra exposición. Y si la palabra viene acompañada del gesto, reforzará nuestro poder de convicción, de igual manera que al juez le es debida su mínima intervención en mérito de dejar aflorar todos aquellos sentimientos por medio de sus convicciones y razonamientos que permitan que los hechos se conviertan en derechos, reconocibles, amparables y ejecutables.

En estos trece años de magistratura en pocas y contadas ocasiones he vivido el sinsabor y amargo trance del desencuentro verbal sin sentido, de la amenaza, aun cuando legal, pero desafortunada y fuera de tono por su forma e ímpetu, causándome la lógica e inevitable desazón de quien, como yo, se entrega apasionada y vocacionalmente a su profesión. Y ante esa posibilidad se abren, a mi parecer, tan solo dos posibles reacciones, la de la templanza y la llamada al orden de forma razonada, o bien la de caer en la errónea tentación de agudizar la confrontación.

Para Epicteto de Frigia la solución era evidente: “Cuando hayas de sentenciar procura olvidar a los litigantes y acordarte sólo de la causa”. Y es que la labor del juez, en cuanto vocacional, entregada y responsable, sólo debe orientarse al bien común, a la defensa del justiciable, al razonamiento de sus decisiones. Todo lo demás no tiene cabida en su proceder.

Del mismo modo, el abogado, como colaborador necesario de la justicia, debe empatizar con la difícil misión del juzgador, lo que no significa en modo alguno, ceder o renunciar a sus derechos, sino adecuarse en cada momento y circunstancia a las múltiples incidencias que la vida real y cotidiana nos ofrece.

En la medida que orillemos conductas, siempre minoritarias y excepcionales, que desmerezcan la labor desempeñada en cada una de nuestras respectivas profesiones, habremos contribuido de manera eficaz y satisfactoria a la noble causa de la Justicia.

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